Yo ya lo había decidido. No me
quedaría otra noche en la sierra, así desde el jueves en la mañana que salimos del hotel,
entregamos las llaves. Ya en Xilitla, a la una y media de la tarde, era hora de
encarar la peligrosa carretera y darme el espacio y el tiempo para estar a
primeras horas de la noche en Querétaro.
No importa dónde andes, no importa lo
interesante y atractivo que pueda ser ese lugar, en algún momento quieres
regresar a casa. Esa sensación me gusta, me dice que ya tuve suficiente de
novedades y que es tiempo de comer de mi cocina, dormir en mi propia y mullida
cama y salir a caminar hacia mis vecinas tienderas para que me surtan de lo
necesario.
Niebla con sol de frente en Pinal de Amoles. |
Calculé que como a la una se iban a reunir en Adjuntas las caravanas de los migrantes, para mi hora de partida
estaría libre la carretera.
Arrancamos a las curvas
ya sin neblina, rumbo a Landa de Matamoros, municipio limítrofe con SLP. Había
tráfico pero el normal, supongo, con carros portando placas de varios estados
que en Querétaro no se ven, como Tamaulipas, Veracruz, Texas… Acunados por el
peralte caminero, la frondosidad iba disminuyendo conforme nos alejábamos de
las nubes. Y de repente nos detuvimos, parecía que al frente algo había
sucedido –accidente, lo más probable- y no había forma de avanzar. Era la
primera vez que algo nos imposibilitaba el tránsito en este viaje. Íbamos a
vuelta de rueda, y en una recta vi una fila interminable de carros al frente, y
también detrás de mí.
El “accidente” era grave, pues
circulaban patrullas en sentido contrario al nuestro, y luego ambulancias. Yo llevaba un cuarto de tanque de gasolina, suficiente como para llegar con
tranquilidad a llenar a la entrada a Tancoyol o hasta Jalpan. Pero el
tiempo pasó, y la lentitud era tal que debí acostumbrarme a ella para no desesperar. Varios carros adelante, en el único carril de ida, alcancé
a ver una camioneta gigante, con gente en la cajuela portando una bandera de
México, que ondeaba a pesar del soporífero aire húmedo.
Caí en la cuenta. Estábamos en la
caravana hacia Jalpan, la de los migrantes de EUA, iban a celebrarse pues ese
era su día. Y si, se les unían cada vez más carros, los estaban esperando a los
lados de los caminos que venían de comunidades. Cada vez más larga, cada vez
más lenta.
Y la gente que tiene sus casitas al
lado de la carretera, estaba afuera, viéndolos, viéndonos también a los
paseantes atrapados en la larga fila lenta. Varios se me adelantaron, en filas
largas también, queriendo meterse frente a mí, metiéndose en el sentido
contrario. Pero se detenía el flujo cuando venían carros, clavandose entonces casi a fuerza en la fila, para no estorbar. Y dos horas después, antes
de llegar a Landa, serpenteaban sus vehículos, jugando y haciendo piruetas con
su volante sobre el camino. También quemaban llantas, sobre todo si en las
orillas de la carretera había gente con celulares grabándolos. Y se bajaban a la terracería
a hacer arrancones o nomás desgastar sus neumáticos para levantar polvo y
enseñar qué fregones son (sus carros, ellos, su dinero ganado, qué se yo).
Había carros deportivos (de los
ochenta o noventa) rehechos, camionetas gigantes,
blancas sobre todo, trocas altas negras llenas de chavos y camionetas más
humildes, de los noventas, con familias y señores cubiertos con gorras de béisbol
y chamarras de mezclilla, algunos con y muchos sin placas. Un trayecto normal de 45 minutos lo hicimos en dos horas, yo
con el carro bien caliente y con la pura reserva de combustible, cuando
llegamos a Landa. Temí que se acabaran los depósitos de la gasolinera pues
muchos hicieron fila conmigo. Las camionetas más elegantes y nuevas traían a
muchachas que parecían extraídas de cualquier ciudad, con dinero para pintarse
el pelo de güero, las uñas rojas y los párpados negros.
Mis temores eran infundados, en
Landa pude llenar el tanque y dejarlos pasar. Nos atendió una señora solícita que en un puestecito sobre
la banqueta, nos sirvió albóndigas, arroz, nopales, frijoles y sopa de verduras
con pasta, una comida digna de un conocedor camionero, para tomar pura Coca y café. Fui a una tienda cercana y
mientras buscaba un jugo o peñafiel, escuché a un señor que hablaba y hablaba a
la dueña de la tienda de las cualidades de una señora con su hijo de unos seis
o siete años. Parecía que la estaba ofreciendo para que trabajara de sirvienta,
de quedada. El merolico ensalzaba sus propias cualidades de hablador y
pregonaba no sacar un quinto de la transacción. La futura sirvienta, bajita y
con mejillas coloradas y cabello negro, asentía con ojos de adoración a la
perorata del señor. Me contuve las ganas de intervenir y proclamar que no era
una esclava, que tenía derechos y que nadie debía andarla ofreciendo.
Volteé a ver con detenimiento la
cara de la tendera, ella se estaba convenciendo. El señor hablaba más y más y
la mamá pasó la mano por los hombros de su hijito, esperanzada. Solo pagué y
salí, Emi me aguardaba.
Después de comer, seguimos nuestro
camino y no pasaron ni quince minutos de
camino y volví a encontrarme con la caravana. Ahora presumían más en sus
vehículos, pero a lo lejos vi Jalpan. Y
me uní a quienes trataron de adelantarse, había varios caminos laterales
disponibles. Media hora después llegamos a Jalpan, a vuelta de rueda. Era la
fiesta comunitaria de recepción, más gente en las calles viéndonos pasar, más
carros estacionados en la lateral. A un lado, unos policías discutían con un
grupo de chavos, frente a una troca negra. Por eso eran las patrullas durante
toda la caravana, para que no hicieran desmanes, y a alguien tenían qué
castigar.
La “Playita” en realidad estaba a
un lado del río, en la mera entrada de la salida a Xilitla. Ahí había multitud
de carros de todo tipo estacionados, y chavos a su lado, presumiéndolos.
Tatuados, con piercings, con camisetas sin manga, con gorras de béisbol
llamativas. Y una fila larga para acceder al sitio donde tocarían los Huracanes
del Norte. Muchos recargados en sus coches, ya echándose la cervecita que
abonaría la fiesta. Y niños rodeándolos, niños admirándolos, y los braceros
triunfantes dejándose contemplar.
Para entretenerme las casi cuatro horas
que pasé incrustada en la caravana que inició en Xilitla, prendí la radio. Solo
escuché una estación de radio, la 96.0 fm, a veces. Invitaba a ser bracero para
irse a Sinaloa, a Nuevo León, a otro lugar (no dijeron dónde) pero había que
llevar INE y acta de nacimiento y pagar mil pesos por ir… Ofrecían 180, 190
pesos al día, comida, bonos por productividad, alojamiento…
Así empezaron todos los que me
rodeaban, sólo que quién sabe cuántos no regresaron, se quedaron en EUA, se
fueron a otros campos agrícolas (como los de Sonora o Baja California)… A
cuántos los agarraron los grupos delictivos como carne de cañón, a cuántos los
tiene detenidos la migra gringa, en las cárceles de concentración.
Tierra expulsora de migrantes, de braceros, que ese día mostraban su lado
triunfante (¿?) con las camionetotas, los carros deportivos quemallantas, los
tatuajes, el inglés chapuceado con el español.
¿Y los que no triunfaron? ¿Y el papá del niño
cuya madre estaba siendo ofrecida como sirvienta? Por más franquicias prohibidas, la
globalización alcanza esa zona natural protegida por multitud de organismos
internacionales, federales y locales. No se lleva las reservas naturales, pero
se lleva su mano de obra, su fuerza joven de trabajo que a veces regresa con
usos y costumbres diferentes, para integrarlos a los locales. Y manda dinero,
mucho dinero a su familia que lo invierte en enseres, construcción, pocas veces
en espacios que puedan generar fuentes de empleo duraderos para sí y sus
vecinos.
Todo un fenómeno social que ha sido
objeto de estudio de antropólogos, sociólogos, por lo menos de la UAQ, que yo
sepa.
Atravesé con lentitud a Jalpan y me
dirigí a Querétaro. El camino a Pinal tenía en el sentido contrario muchísimos
vehículos, nunca a vuelta de rueda como me tocó en Landa. Ya lo sabía, iban a la
fiesta del Migrante, a 150 pesos la entrada más un kilo de ayuda, para
presumirse entre ellos, para pasarse consejos y por qué no, disfrutar de los
Huracanes del Norte, de seguro música norteña.
Con la tarde, la neblina se hizo
densa y me arrojó momentos de ceguera en plenas curvas cerradas y escarpadas,
al filtrar e iluminar como caleidoscopio la luz del sol, sobre todo subiendo.
Antes de Bernal, pasamos terracería
pues están ampliando la carretera a cuatro carriles, tramo Higuerillas-Bernal.
En Bernal, de noche ya, me sentí a salvo. Camino conocido, sin tanta pendiente,
muy arreglada y bien pintada.
Entramos a Querétaro por el
boulevard Fran Junípero Serra, fundador franciscano de las misiones de la
Sierra, creadas después de que los conquistadores entraron y arrasaron con los
pueblos originarios de la zona, hace más de cuatrocientos años.
Los que llegaron a habitar allá
después de la masacre, los que huyeron y luego regresaron, sus descendientes,
todavía tienen mucho qué hacer. Y sus autoridades también.
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