jueves, 18 de enero de 2024

Tremendo regreso. Viaje a Colima 4.

 

Es un pueblo fantasma, dijo Alán. Sí lo parecía, sin turistas casi. Con casas sacadas de Cien años de Soledad, de García Márquez, grandes ventanas, pasillos exteriores y balcones contenidos por balaustradas. Todo blanco enmohecido y techos a veces de madera inclinada, signos de lluvia y humedad casi constantes. Así se ven los pueblos playeros turísticos sin visitantes.


La calle principal de Cuyutlán. 


Le dimos la despedida en Cuyutlán a los árboles de mango jóvenes, sembrados pegados a las banquetas. Al chanate que desde arriba de nuestro árbol respectivo, observó nuestros juegos de cartas en la banqueta, sentados en el comedor de equipales (muebles de madera forrados de cuero, típicos de la zona) que sacamos del departamento para que nos diera el aire y poder ver, oler y escuchar el mar. A los perros negros que se acercaban con cuidado a olernos y sólo nos ladraba la negra, de noche. A los trabajadores que escuchábamos  arreglar las casas, departamentos, cuartos, pagados con la derrama económica que seguramente dejaron los turistas en las pasadas vacaciones. A sus habitantes tan amables y platicadores, de quienes recibí mucha atención y cordialidad.

A todos ellos ya sentía extrañarlos cuando nos encaminamos a lo que sería el más tremendo regreso del que tengo conocimiento.

Salimos de madrugada, despertamos demasiado temprano y no podíamos dormir por la premura de partir. A medio camino a los volcanes nos amaneció, y oportunamente Emiliano puso en su celular “Buenos días señor sol” que cantamos con un brío y emoción inigualables. Salimos por una desviación que buscábamos para irnos por la carretera libre a Guadalajara, pero encontramos un puesto de tacos y atoles de muchos sabores: probamos el de coco y el de tamarindo, ¡una delicia! Ahí nos informaron que por la libre sólo nos íbamos a ahorrar ochenta pesitos.

Regresamos ya resignados a pagar cuota hasta Guadalajara, a donde mis hijos urbanos querían entrar, aunque luego se arrepintieron.

Madrugada en el camino. (Foto Alán Rodríguez).

Ya metidos en el tráfico mañanero de viernes en Guadalajara, decidimos irnos por la carretera libre, que ubicamos al norte del lago de Chapala, la cual casi no veríamos. Hay varias retenciones en el camino, anunció la señorita de googlemaps, provocadas por accidentes. A vuelta de rueda, otra vez entre muchos tráilers desesperados, enfilamos rumbo a Chapala-aeropuerto. A la hora y media respiramos, ya con más fluidez y velocidad. Nos fuimos rumbo a Ocotlán-La Barca-La Piedad, pasando a un lado de Jiquilpan, la tierra de Lázaro Cárdenas. Una vuelta que nos ahorraría cuotas hasta Irapuato.

El camino, ahora enfilado al este, estaba bastante tranquilo. Me extrañó no ver elementos de la Guardia Nacional o militares, como siempre están cuidando por esta región en las carreteras de cuota. Igual tampoco observé  vigilancia al sur del Lago de Chapala, pero no me percaté entonces, será que estaba entretenida con los sembradíos y la vista al lago. Recorrí con mi memoria las constantes noticias de enfrentamientos y muertes en Jalisco y Michoacán por bandas delictivas, y me pregunté si eso tenía algo que ver. Todo pasa en la noche, me consolé, pero era mejor meterle pata al camino y tratar de pasar ese tramo lo más rápido posible.

Alán, copiloto y guía, manejador experto del googlemaps, que no requiere indicaciones sino que se va guiando por el trazado de carreteras digital, siempre me anda diciendo que exagero en mis preocupaciones y señalamientos de cosas fuera de lo común en los caminos, de las que me avisan el instinto y la experiencia de transitar por bastantes carreteras de mi país. Ya había notado la falta de vigilancia. Fuera de ello, todo bastante normal hasta que entramos a Ocotlán.

Un militar con casco nos hizo señas con una bandera naranja, de bajar la velocidad, y la bajé. Pensé que nos iba a detener, pero nos dejó pasar. Vi estacionados en una fila como de una cuadra, al lado izquierdo, apostadas camionetas militares con soldados en posición de disparar, guarecidos en torretas metálicas de las que sobresalían un rifle y arriba un casco verde oscuro. De nuestro lado derecho, una serie de patrullas de la policía municipal, con ellos adentro, y después en una larga fila, motos de la misma policía, bien alienadas, sin pilotos. Me impresionó tal organización de fuerzas del orden, parecía que estaban esperando a alguien.

“Qué impresionante, qué raro”, exclamé sin que alcanzara a darme miedo. Entonces  mi copiloto me increpó, me dijo que exageraba, que de seguro era su lugar normal. ¿Cómo va a ser normal que estén así, todos juntos? Quizá vaya a venir algún personaje de la política, un gobernador o alguien así, le dije. Circulamos por el centro de Ocotlán, yo cada vez más convencida de que algo no andaba bien, pero ya sin alegar con el terco de mi hijo, que es igual que yo. Visualicé la moto de un policía, pensé en preguntarle qué estaba pasando (curiosidad de periodista, le dije a Alán, no lo puedo evitar) cuando más cerca noté que hablaba con una persona y que el policía llevaba pasamontañas y un rifle de alto poder.

Ahí si me asusté. Desistí en mi intento de satisfacer mi pregunta y agradecí a mi carrito el poder subir la velocidad sin miramientos, con toda la obediencia y firmeza del mundo. Ahí tampoco Alán alegó nada, era obvio que andábamos en terreno peligroso que hasta las fuerzas del orden decidían no andar solos sino siempre estar agrupados. ¿O sería que habían recibido aviso de algún grupo delictivo que se acercaba a ese pueblo?

Ya ni quise saber, sino alejarme lo más pronto posible. Nido de cárteles, en unos pueblos antes florecientes por el paso obligado de los viajantes desde Guadalajara, Morelia, Guanajuato, en disputa por el control del territorio… Era algo que yo no quería presenciar. Mi copiloto coincidió  conmigo. 

Con el sol siempre de frente llegamos a la Piedad, Michoacán, la del corrido el Perro Negro, que siempre cantábamos con mi papá, y que por supuesto cantamos al llegar. Similar suerte le tocó a Guadalajara cuando llegamos, cómo no, su respectiva melodía cantada a grito pelón. ¿Sabían que una parte de la Piedad está en Guanajuato?

Ya cansada de ocho horas de manejo con el sol de frente y de las situaciones tan estresantes, paramos en un Pollo Feliz a comer, yo quería sombra, no manejar, comer y descansar, cosa que todos hicimos, incluso el CabezadePollo, aunque no quiso ni probar tantita comida sí descansó bajo un árbol afuerita del restaurant.  

Decidimos llegar a Irapuato y tomar cuota de ahí hasta Querétaro, por el propio cansancio que yo ya cargaba. No fue tanto el peaje, pero la entrada a Querétaro fue nefasta, tardamos más de una hora y media en llegar a la casa porque era viernes en la tarde, con más tráfico que Guadalajara.

A las ocho de la noche, catorce horas después de salir de Cuyutlán, llegamos a casa por fin. Sobra decirles que hace cuatro días que llegamos y todavía no nos recuperamos. Pero estamos sanos y salvos, y con muchas más anécdotas y experiencias qué contar.

¡Gracias por leerme y seguirme!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 15 de enero de 2024

Manzanillo y la Flor de Sal. Viaje a Colima 3

 Ya teníamos departamento, estábamos casi frente al mar. Nos decidimos a disfrutar lo máximo posible durante  tres días nuestra estancia.



Amanecer con las olas de Cuyutlán

Salimos a caminar en la mañana en la playa, nos compramos comida en un restaurant frente al mar, mirando las olas, y descansamos por la tarde las copiosas viandas. Conocimos a los perros callejeros del pueblo, tres negros que dondequiera se hacían presentes… hasta en la noche, desde la primera, una de ellas fue a ladrar frente a nuestro cuarto, avisándole a todo el pueblo que había otro perro (el mío) y que quería conocerlo… Cabezadepollo contestaba con un grfff a cada ladrido externo. Esa primera noche no dormimos bien, aunque salí del cuarto a hacer la faramaya de que le tiraba una piedra y ella corrió, la desvelada de todos modos la tuvimos.

También conocimos a los dueños de la tiendita de la esquina, que nos surtió de todo lo imaginable que nos hizo falta.

El departamento estaba muy amplio, con cinco camas y una cocineta más grande que la mía. El precio muy accesible, que incluso rebajó aún más pues el flujo turístico era casi nulo. Lo que me sorprendió es que dejó la puerta abierta para cuando fuéramos a verla, le pregunté por la inseguridad y me dijo que estábamos en un lugar seguro, que todos se conocían y no había robos. Cuando pasamos por los locales de los restaurantes frente al mar, también sus cosas, verduras, condimentos, los habían dejado así, a la vista y a la mano toda la noche. Quedé sorprendida, yo no había visto esa confianza desde hacía muchos años, en ninguna parte, ni siquiera en otros pueblos donde había estado. Así éramos en Hermosillo, cuando yo estaba muy chica, las casas ni los cercos no se cerraban con llave, sobre todo si había gente adentro.

Decidí meterme a nadar después de la caminata diaria, pero sólo me metí dos veces, la primera me revolcó una ola y como pude me salí, pues sí había viento y estaba picado el mar. La segunda vez me interné con más cuidado, no duré mucho porque era muy fuerte el arrastre de regreso y me dio miedo, máxime con la experiencia que había tenido en ese lugar. Mis hijos tampoco quisieran entrar, y menos el perro, que le tiene miedo a las olas.

Nadar a través de los traumas... y no morir en el intento. 


El dueño de los departamentos nos dijo que en Armería, un pueblo vecino, vendían pescado y mariscos para cocinar. Fuimos ahí y nos llevamos camarón, ceviche (lisa molida cruda) y marlin (atún) de la costa de Manzanillo, recién fileteada. Nos cocinamos tres opíparas  comidas, por doscientos pesos,  que nos alcanzaron hasta para comer en Querétaro.

La verdadera sal natural de mar. 
También visité una de las varias tiendas de sal, pues Cuyutlán tiene una industria productora de sal. Lo interesante es que conseguí “Flor de sal”, que es la capa espumosa de las olas que se deja secar y se envasa. Me dijo el señor de la tienda que no es tratada, es decir, que no le agregan cloruro de sodio como al resto de la “sal de mar” o sal de grano, como le decimos. Compré un saquito y me sorprendió su sabor salado pero no demasiado. Dice una propaganda que los diabéticos, enfermos de los riñones e hipertensos la podemos consumir, pues es rica en muchos minerales en un equilibrio que no tiene la sal común.

Mis hijos, urbanos de nacimiento, querían ir a conocer Manzanillo, ubicado a 45 minutos de Cuyutlán, por la misma carretera de cuota. Acudimos el miércoles en la tarde, decididos a conocer el muelle internacional y la ciudad.  El camino de entrada era muy bello, rodeado de agua marina, con manglares y muchos puentes.

No alcanzamos a dimensionar la extensión del puerto, aunque sí en unas partes, alcanzamos a ver barcos gigantes desembarcando contenedores, graneros inmensos con grúas-aspiradoras para guardar los granos de importación. Y todo el tiempo escuchamos las bocinas estruendosas de los trenes, llevando y trayendo los grandes contenedores de todo el mundo.

Alan y Cabezadepollo en el malecón, al fondo el puerto marítimo. 


Llegamos a uno de los malecones, con un faro al final y vista panorámica al mar; un mar tranquilo, sin oleaje, que fue nuestra envidia sobre todo porque estaba lleno de niños bañistas, disfrutando las últimas horas de luz y de juego. Fui a sentir la temperatura del agua y era agradable, fresca y se notaba bastante limpia, cosa que me agradó mucho. A un lado del primer malecón, cerrando el acceso directo al muelle, estaban las oficinas de la Secretaría de Marina, ahora a cargo de la administración de ese puerto marítico. Cuando llegamos, iban saliendo muchos empleados de trabajar, de lo más relajados. A lo lejos, se notaban varios barcos gigantes, esperando entrar o de salida a sus puertos de origen.

Preguntamos a un señor que cuidaba la playa, y tenía baños para los visitantes (eso siempre tiene Colima, personas como salvavidas y baños a un lado de las playas), que si sabía de algún tortugario en la ciudad y nos dijo que sí había uno en el mero centro, pero que soltaban tortugas a las 6pm, que había que llegar con tiempo para que nos dieran lugar. Y lástima, ya faltaba poquito para las seis, no alcanzábamos.

El faro estaba montado sobre una saliente del mar, construida con piedras gigantes. Alcanzamos a ver otros faros, ya que el puerto tiene varias entradas, y al fondo se veían los hoteles frente al mar. Era extraño pero entre las piedras vimos  gatos, chicos y grandes, como protegidos por los mismos habitantes y cuidadores.

Emi con gato y barcos al fondo en Manzanillo. 

Decidimos tomar el Boulevard Miguel de la Madrid (hay que recordar que este presidente fue colimense), que recorre toda la parte pegada a la playa, para conocer. Nos dimos el gusto de conocer la parte “nice” de Manzanillo, con su larga cadena de las consabidas marcas como Autozone, Burguer King, Aurrera, la Comercial, entre otras, y muchos hoteles de varios pisos. También alcanzamos a ver los letreros de varios casinos.  A diferencia de otras ciudades porteñas, la playa no tiene camino que la recorre, sino sólo accesos entre cuadras desde este citado boulevard, lo que le da cierta privacidad a quienes se acercan a ellas. Por eso el tortugario podía estar en el centro de la ciudad, pues el tráfico y movimiento humano están retirados de la playa. Nosotros no nos acercamos al mar en el centro de la ciudad porque ya era tarde.

Nos regresamos a Cuyutlán ya entrada la noche. Fue difícil manejar por la gran cantidad de tráilers y camiones de una y doble carga, luchando también para salir de Manzanillo. Llegó un momento en que me sentí rodeada y muy vulnerable por la lentitud y desesperación por adelantar camino para salir de todos los que transitábamos, pero no es lo mismo el espacio y la fuerza de un camión de carga que de un carro chico como el mío.  Fue muy estresante para nosotros, además de la oscuridad de la carretera de cuota y las luces altas que lanzaban los vehículos del sentido contrario, pues no estoy acostumbrada a manejar de noche: no me gusta y no lo hago, por la inseguridad, precisamente esta cuestión de las luces y porque casi siempre cuando nos llega la noche manejando, ya estoy cansada y con pocos reflejos. Pero no había de otra. Agradecí llegar sanos y salvos al pueblo de Cuyutlán, la tranquilidad, el espacio abierto y la amabilidad de la gente. Nos prometimos no volver a Manzanillo de tarde-noche y dejar la visita al tortugario para otra ocasión, otras vacaciones, otro tiempo.  

La entrada principal al mar en Cuyutlán. 


El jueves sí entré bien al mar,  estaba lo más tranquilo que podía estar aún con sus olas grandes, me quedé un buen rato y disfruté, con mucha precaución. Y en el último atardecer avistamos desde la playa varias ballenas saltando fuera del agua. Nos platicaron que ahí entre las sillas y mesas de los restaurantes en la playa, habían nacido tortuguitas y las habían ayudado en su camino al mar. Me gustó mucho que aún entre la invasión humana, estos seres marinos sigan con sus ciclos naturales. 

En la siguiente crónica platicaré el tremendo regreso a Querétaro.

domingo, 14 de enero de 2024

Llegada al Pacífico. Viaje a Colima 2.

 

Semana Santa, 1989. Recuerdo la fecha porque fue cuando dejé de fumar. Decidimos salir de vacaciones el papá de Alán, Alán chiquito y yo, a Colima. Él era diputado local y yo reportera del AM Querétaro en la primera incursión a Querétaro que tuvo desde Guanajuato. Nos fuimos en camión, llegamos a Manzanillo, muchas horas después. Fuimos a la playa allá un día y al siguiente tomamos un taxi a Cuyutlán. Recuerdo que leí en alguna parte que era el hogar de “la famosa ola verde”. Mi pareja se instaló en la orilla del mar con una hielera llena de cervezas, con mi hijo a un lado jugando en la arena y yo, muy valiente, decidí rentar una tabla de surfear porque sí, había surfeado sobre colchones inflables en Kino y sí, me había atrevido a meterme allá cuando el mar estaba picado, con olas grandes y todo.

Vi el mar con olas grandes, me armé de ese valor que te da la ignorancia y me metí. Había muchos bañistas en la orilla, jugando con la espuma y las pequeñas corrientes que dejan las olas después de haber estallado unos metros adentro. Yo decidí internarme más, y desde ahí, dejarme llevar por el impulso de las olas cuando tronaban, acostada sobre la tabla surfeadora; era divertido y emocionante, pero el mar tenía más fuerza que en Kino. Volví a entrar y observaba yo a mi pequeña familia, tranquilos en la playa, cuando vi que al unísono todos los bañistas corrían hacia la arena. Me dije “qué raro” y cuando volteé a ver lo que señalaban detrás de mí, entendí de qué se trataba esa famosa Ola Verde. Una mole inmensa se levantaba detrás mío, sin darme tiempo de tomar distancia o de bucearla atravesándola. Lo que hice fue soltar la tabla, y meterme lo más profundo que pude dentro de la ola, con la esperanza de que no estallara sobre mí, llevándome revolcada consigo. Lo logré a medias, pero el vuelco que dio por encima de mí me rotó el  brazo derecho en 360 grados desde el hombro. Escuché debajo del agua un tronido, como cuando te truenas los dedos pero más fuerte.  

La ola pasó, salí del agua y caminé lo mejor que pude a la playa, con todo y corrientes. Busqué la tabla, ya estaba en la orilla. Me di cuenta que no podía mover el brazo, así que como pude salí del agua con un dolor insoportable en el hombro. Fuimos al IMSS de Manzanillo, me tomaron radiografías, me auscultaron varios médicos y no me encontraron nada: ni rotura, ni esguince. Mi pareja, enojada porque "eché a perder" nuestras vacaciones, decidió que regresáramos a Querétaro esa misma tarde. Casi no me habló de regreso.

En mi casa en Querétaro, duré dos semanas sin poder usar el brazo, siempre con dolor intenso. Sólo un señor grande, sobador de El Lobo, municipio de El Marqués, me “compuso”. Me dijo, cuando me llevaron a verlo, que lo tenía zafado y cuando menos lo pensé, me lo acomodó.

Todo eso recordaba yo cuando iba entrando con el carro a Cuyutlán, treinta y cinco años después, con mis hijos, mi carro y mi perro:  mi actual familia. Yo estaba cansada después de ocho horas de camino, y sabía que por lo menos tendría menos tráfico que en el puerto de Manzanillo, del que sé que es una de las aduanas de entrada con más movimiento de la costa del Pacífico.

Entramos inmediatamente después de la carretera. Nos recibió un anuncio de un vivero ecológico, atravesamos unas vías del tren, entre altas palmeras y un anuncio de protesta contra la instalación de una planta de amoniaco y urea en Cuyutlán.



También vi letreros de que vendían “Sal de Cuyutlán”, pero frente a ellos, las puertas cerradas. Entramos directo a una calle con casas blancas con sus paredes con marcas de moho y líneas que señalaban el camino de la lluvia sobre las paredes, hacia el suelo. Sobre la calle, banderitas de colores pendían de cintas blancas, dándole un aire festivo y pueblerino. Seguimos hasta llegar al malecón, donde pocos puestos abiertos de artesanías sobre el andador daban antesala al mar, que escuchamos rugir a lo lejos. El aire húmedo y salobre, templado y con algo de neblina, nos señalaba que ya habíamos llegado a nuestro destino.

Me estacioné a un lado de un restaurant sin paredes, con mesas y sillas de madera pintadas de blanco. Hotel Morelos, decían varios letreros. El Hotel tenía cuartos desocupados, cómo no, si ya casi todos los paseantes se habían ido, con el fin de las vacaciones de invierno. A un precio módico nos quedamos en una esquina, el Hotel abarcaba casi una cuadra completa. Tenemos ventilador, me dijo el responsable, que después me dijo se llamaba Gil. Con dos grandes ventanas protegidas por mosquiteros, y la parte superior del cuarto, bastante alto, con aberturas simétricas que dejaban entrar la fresca brisa del mar, me dije que no habría necesidad ni en verano ni invierno de refrigeración alguna. El clima era ideal para nosotros: 28 grados máximo de día, y 18-19 de noche, decía el termómetro del celular para Cuyutlán. Ni demasiado calor o frío. 

La arena volcánica de Colima. 

Nos bajamos  al mar. Ahí estaban esas olas gigantes, menos alebrestadas que en mis recuerdos. Me llamó la atención la arena gris oscura, casi negra. Pensé en los volcanes tan cercanos a la costa; la fuerza del oleaje debió de haber hecho polvo, durante siglos, la lava expulsada. Caminando un poco por la orilla del mar, se acababan las mesas con sillas y toldos, puestos con restaurant para los turistas. Había bañistas con los últimos rayos del sol, valientes para mí, pues seguían tronando las olas aunque lejos de la orilla. La arena daba cobijo a cientos de cangrejos bebés, que corrían a su agujerito en cuanto nos acercábamos, recordé la arena de Kino, así está llena de vida.

Felices de arribar al mar. 

De regreso, ya de noche, buscando qué cenar, nos dimos cuenta que casi no había restaurantes abiertos, sólo puestos sobre la calle alrededor de la plaza principal, a dos cuadras del mar. Cenamos y fuimos a dormir, preguntando a la gente en dónde rentaban bungalows con cocineta, pues la intención era quedarnos varios días y ello no se puede costear comiendo en la calle a todas horas. Sí los había, y quedé de verme con un propietario para el día siguiente.

Así nos recibió el mar del Pacífico, con todo su atemorizante esplendor, en uno de tantos pueblos turísticos que su belleza crea y atrae.