martes, 15 de junio de 2021

San Blas, olas blancas, edificios enlamados y manglares vivos.

 Llegué buscando al mar Pacífico, casi en modo desesperado, después de dos años de su ausencia en mi vida queretana, encerrada por la pandemia y el miedo al contagio de esa enfermedad que no se ve, se siente y se conoce sobre todo por las noticias y las redes sociales.

Quería ir lejos, a un lugar desconocido para mí, llevada por la curiosidad de estar en un puerto naval de la Marina de México, el saber que está al norte de la visitada Playa Rincón de Guayabitos y reconociendo que sigue siendo parte (aunque ahora creo que no tanto) de la novedad turística de los últimos diez años denominada Riviera Nayarita.

Encontré que tres días (en realidad fue uno) es poco para estar en el mar, como siempre lo siento y pienso. Que aparte de los gastos, me tengo confianza como para irme lejos manejando con Emiliano, que él y el carro se portaron excelentemente y, que quien sale temiendo, encuentra aunque sea de lado el origen de sus miedos; pero  el no conocer rumores y dejarse amedrentar por ellos, sea razonablemente bueno. Que es más importante seguir y seguir la huella, que quedarse encerrada rumiando lo que fue y no pudo ser.

El puerto de San Blas podría ser el protagonista lateral de una novela húmeda y llena de edificios enlamados y poblada de guamúchiles gigantes, cuyos pájaros del tamaño de una gaviota, con huevos azules y graznido peculiar, anidan en sus ramas más altas y adornan de sonidos la tarde de su centro histórico. Una forma mexicana de Cien años de soledad garciamarquiano, sólo que sin montañas, con mucho mar, aire salado y vacas pastando en las islas marítimas y  con viejos edificios abandonados e inundados por vegetación.  Aunque sí es el protagonista de una famosa canción de Maná, cuya tonada la escuché por lo menos en dos neverías del puerto.        

La entrada al pueblo está rodeada de manglares, uno de cuyos habitantes es el cocodrilo, a quien se le dedica un mirador para poderlos temer, ellos tranquilos al sol, reposando peces, otros repiles y quién sabe qué más, sobre un banco de arena suave. Claro, el camino de entrada está lleno de los usuales puestos de inflables, trajes de baño, gorras y repelente, advertencias para lo que existe como parte de la cadena alimenticia del lugar. Luego un tramo con la selva cerrada por los lados  y por el cielo, con arboles tan tupidos que no dejarían pasar ni a un perro. Y el pueblo, lleno de tiendas de conveniencia, restaurantes de mariscos y anuncios de hoteles baratos y accesibles.



La entrada urbana es larga, bien adoquinada y llena de anuncios políticos: dos contrincantes se disputaron el domingo 6 de junio: Pepito, de la alianza PRI-PAN-PRD y Raquel, por Morena y otros aliados. Aquí ganó Pepito, a diferencia de la mayoría de los municipios de Nayarit, aunque viendo los resultados electorales, la gente sólo votó por él, pues el resto de las candidaturas en disputa las ganó Morena, incluyendo gobernador.

Nuestro departamento, bien instalado y céntrico, lo había apartado por AirBnb, previendo que llegaría cansada de manejar como para buscar un alojamiento ideal en pleno atardecer. Fue una elección acertada, pues desde nuestra casita, en centro histórico, nos permitió movernos por el pueblo y comprar los pocos víveres que nos hicieron falta (llevamos mucho desde casa), así como caminar y encontrar artesanías, comidas corridas y no, la plaza principal  y ubicar la central camionera, por si algún día quisiéramos regresar en autobús.

La primera tarde salimos, y al regresar de comer, fuimos a comprar repelente, ya que de tanto anunciarlo en todas las tiendas, nos prendió las alarmas de que había moscos y jejenes, un mosco minúsculo de las marismas, que ya conocía yo de los veranos en Bahía de Kino, Sonora.

Nos lo pusimos en casa, y volvimos a salir a caminar, ahora de noche. No había jejenes, sólo mosquitos que me picaron exactamente en donde no me desparramé el repelente y estaba expuesto al aire, la parte de atrás de las pantorrillas. Parece que deseaban sangre de sabor diferente.

A la mañana siguiente, al llover, se fue la luz en nuestra calle, después del característico tronido del transformador. Las vecinas me dijeron que era común eso, cuando llovía, también me lo dijo mi hospedador. Ahí sí sentimos el calor, ya nos habíamos acostumbrado al aire acondicionado de toda la noche. Eso sí, el calor ya nos había golpeado desde el día anterior, al transitar todo el camino de llegada con el sol a plomo. No se nos quitaba ni con el baño que nos dimos. Hasta entrada la noche se nos quitó.

Pero abrimos ventanas y nos alistamos para salir al mar. El día anterior caminamos al muelle, hallamos el embarcadero rodeado de anclajes pequeños, con rocas que le ganaban espacio al mar y con lanchas aparcadas, listas para llevar a turistas a las islas, a pescar o a dar la vuelta.

La playa Borrego, que creo así le dicen por las olas largas llenas de espuma que encontramos, está muy bella, pero con pasos obstruidos por restaurantes de palapas que te proporcionan regaderas, estacionamiento y sombra al carro, a cambio de que les consumas. Sólo más adelante, en donde el camino se tornaba arenoso y sinuoso, donde había palapas abandonadas y el mar estaba a menos distancia de la playa, pudimos entrar sin el condicionamiento restaurantero. Aunque me dijeron que podía estacionar el coche a una cuadra y caminar. 


Regresamos y estacioné el carro en el primer lugar, sólo pedimos refresco y cerveza y nos cambiamos y salimos a nadar. Reparé en una bandera amarilla, ya caída, en la orilla del mar. Entramos y nos llenamos del vaivén marítimo, caminamos hacia adentro y nunca nos tapó el mar, las olas venían haciendo espuma desde lejos, muy bajito el nivel, no nos pasaba de la cintura.

Otras personas también se bañaban. La temperatura del agua la sentí igual a la de mi alberca, los ideales 28 o 29 grados centígrados. Al rato de estar jugando, llegó un salvavidas y nos instó a salir con silbatos y señas. Obedecimos Emi y yo, (el resto de la bañistas no), le pregunté qué significaba la bandera amarilla, me dijo que había corrientes lejos de la orilla, que jalaban hacia adentro del mar, que tuviéramos cuidado. Además, estábamos a un lado de una división artificial de rocas, que colindaba con el puerto naval de la Marina. Que no fuéramos hacia las rocas, pues había remolinos que también nos podían arrastrar. Luego recordé una bandera roja cuando acudimos a las palapas abandonadas, supongo que ahí está prohibido entrar, aunque vi a un muchacho surfista entrar alegremente con su tabla.

En una palapa gigante, como a 50 metros del mar, nos tomamos los líquidos comprados y la cerveza y el mar me soltaron las lágrimas, tanto tiempo sin verte, mar querido, tengo pendiente salir en lancha, bucear y seguir recordando mi infancia en el Mar de Cortés, con mis papás y hermanos, esos días en las bellísimas playas vírgenes de Hermosillo y Guaymas. Fueron dos horas que pasamos con el cuerpo y espíritu llenos de mar, de arena, de aire salado, que hicieron al viaje valioso.

De regreso al pueblo, una camioneta con altavoces, seguida por gente de San Blas bailando en la calle, despacio, festejaba el triunfo de Pepito, en desfile de alegría política por las calles asfaltadas del pueblo. A  una cuadra de mi casita rentada, con calle de empedrado, dio vuelta la fiesta carnavalesca que era animada por el megáfono ambulante, que repetía una y otra vez una especie de cumbia compuesta ad hoc para el joven ganador de la presidencia. No sirven para bailar las piedras, los pequeños baches que por la llovizna matutina, ya eran charquitos. Quizá los mismos celebradores provenían de empedrados y aprovechaban para bailar las pocas calles arregladas por donde circularon.

En la tarde, decidí que caminaríamos hasta la entrada donde habíamos visto varios restaurantes de mariscos. Un hora en el inclemente sol, con manglares que se avistaban detrás de las construcciones pegadas al camino, nos llevó encontrar un lugar limpio, con gente amable, que nos atendió y platicó y llenó de abanicos eléctricos para secarnos el sudor que amenazaba con darnos un baño completo. El pescado fresco empanizado servido con ensalada de piña, cebolla empanizada, mango picado y plátano frito, además de poco arroz y pocas papas, que nunca había probado juntos, me recordó lo agradable y exquisito que puede ser combinar frutas locales con la proteína del lugar.  Recordé los manglares y platanares que vimos antes de entrar, y que volveríamos a ver de salida. De regreso, un taxista muy amable nos colocó otra vez en la plaza principal, con dos iglesias colaterales, la antigua y la moderna pintada de naranja con blanco.

En la noche, la plaza principal se llenó de gente buscando espacio en las pocas mesas de tres merenderos que había, para cenar lo típico de todas partes de México: tortas, pozole, tacos, tostadas. Accedimos a un puesto de tacos cercano a la central camionera, quería probar los tacos de res, pues se notaba, por el calor, que prosperaba más la res que el puerco. Muy ricos y baratos. Seguimos caminando entre la algarabía de la gente. A una cuadra, avistamos otra placita en donde vendían artesanías maravillosas los wiríkutas, huicholes también llamados. A un lado, el edificio del DIF, custodiado por una mujer policía, al parecer conteniendo paquetería electoral: ahí había sido una casilla, donde también ganó el PAN en la presidencia y Morena en todo lo demás.

Ya regresando a casa de noche, realmente deseé haber apartado más días en esa agradable comunidad. La gente muy alegre y platicadora, como suelen ser los costeños de todo el país (y no sé si del mundo).

Tengo una lista interminable de lugares de San Blas a los que no fui, por falta de dinero y/o de tiempo. No la quiero mencionar porque sólo me pongo triste. No fue una oportunidad desperdiciada, fue asomarme a un espacio para conocerlo y preparar, quizá, un regreso con una mejor perspectiva de las opciones a realizar. Y conocer el tiempo y energía que requiere  la manejada, además del costo y opciones de rutas libres o de cuota.

Sólo terminaré platicándoles algo que no quiero dejarme para mí: en una ruta nueva de libramiento Irapuato-La Piedad, me salvé de ser asaltada y no lo supe hasta que salí, por la boca de un muchacho que me cobró a la salida. Yo protesté porque en unos baños intermedios no había agua y él me dijo que me fue bien, pues al detenerse los vehículos ahí, había asaltos.

Yo solo recuerdo ver muy poco frecuentado ese libramiento, la actitud extraña de varios “pastores” que sentados a la orilla de la carretera, frente a un hato de ovejas, se fijaban en el paso de mi vehículo. Y fueron aproximadamente veinte minutos de ese raro libramiento.

También recuerdo que saqué un cuchillo filoso y puntiagudo de la cajuela, cuando regresábamos de los sanitarios, y lo puse entre los dos asientos delanteros, mi instinto me decía que me podría servir, como para cortar en gajos mis manzanas y no dejar que mi diente frontal puesto temporalmente se me cayera. O para defenderme, quién sabe. Lo bueno es que no tuve necesidad.