viernes, 23 de mayo de 2014

Los poemas abiertos como frutos al sol, de Anna Georgina St. Clair

Texto leido por su autor para la presentación del libro de poesía "Enamorarme de mí", en Hermosillo, Sonora el 9 de diciembre del 2013.

Por José Juan Cantúa.

Las palabras, como las nubes, cambian permanentemente de perfil en cada poema, las mismas letras, pero con otro significado. La poesía es un cielo con nubes desbalagadas, así un poema se desdobla paulatinamente y a la distancia es otro que sin dejar de decir lo mismo, lo transforma. Y de pronto, una nube llueve sobre nosotros y nos empapa de palabras hasta el tuétano. La poesía sucede, a veces, como la naturaleza: tierna e indómita, seductora y elusiva, piedra y rocío. Y entonces no hay vuelta de hoja porque quedamos atrapados entre dos páginas, con nuestros ojos como un par de mariposas clavadas con un alfiler. La poesía se compadece, pero no perdona. Es aún más temible que el espejo, más desgarradora que el deseo inalcanzable.
José Juan Cantúa: editor, diseñador , poeta y promotor cultural.
Merodear por la habitación de un poemario con el afán de divisar los horizontes predecibles es, casi siempre, ser sorprendido por las grietas insospechables del destino, el cierto y el incierto. Un poemario es el espejismo de la soledad del que escribe, esa soledad que puede ser una zarpa o un bálsamo. Los poemas dibujan su perfil con gotas de soledad y, sin embrago, es el acto más íntimo para finalmente desnudarse frente a los otros, para que los otros sepan cómo desvestir la mirada de la realidad improvisada, esa que oculta nuestra más profunda piel nocturna, allí donde anidan labios con alas de pájaro, alas de fuego, pájaros palpitantes: el amor es más antiguo que el paraíso.
Los poetas no escriben, por ejemplo acerca del amor para trascender, escriben porque tratan de vislumbrar un fragmento de la luna desde el fondo de un pozo o quizás recitan un conjuro para que el amante se asome y tienda el brazo, el inalcanzable, aquel que dibujó una vez el gesto del adiós irremediable o el que nos descubrió la otra cara del universo en medio del vientre. El amor y el deseo son la mayor paradoja, ni siquiera se trata del mito de  la serpiente que se muerde la cola, simplemente es la otra, la más temida, la serpiente con una cabeza en cada extremidad.  En el centro de todas las pasiones se oculta ese reptil y desgarra las entrañas con una locura ciega. Sin embargo, la poesía entreteje todas las pasiones imaginables, luego las desanuda o las incendia, las sublima o decide habitar esa madeja junto a la serpiente, para siempre, como un epitafio. Los poetas escriben, pues, para sobrevivirse.
No somos si otras manos no dibujan nuestra figura, si no deslizan su tacto por nuestra piel hasta sabernos, una turbulencia de caricias y labios y vientres, ciegos como el deseo ciego. Hasta que el naufragio nos arroja a la costa del exilio de nuestro pecho con la penitencia imposible del olvido. Allí, frente al solo mar, un poeta decide celebrar la vida con un acto sublime: enamorarse de sí mismo. Después de todo, su piel es el recuerdo del mundo, la cartografía del amor, los continentes descubiertos por el roce de su vientre.
Es entonces que ese poeta reflexiona sobre lo improbable: “Quiero entender lo que no dices/ y no temer lo que pudiéramos (ha)ser” y concluye: “La ilusión es un campo perdido/ donde las hierbas/ recuperan su humedad nocturna”. Con ese sueño perdido, Anna Georgina St. Clair enfrenta el dilema del amor indivisible en el texto “Una seducción”, página 8 de su poemario “Enamorarme de mí”. E inmediatamente continúa con “En la soledad… despierto el pensamiento/ imagen breve de mi existencia/ creo las coordenadas/ que me ubican en un punto/ de este tiempo” (pág.8).
El libro-objeto “Enamorarme de mí” es un laberinto de amor y desamor con puertas dobles o secretas, donde el tiempo es un personaje que se desliza por la cuerda floja, así en el texto de “Me invitas a que pase”, fragmento “… Raiz de fibra anclada/ en la más antigua concepción / del hombre/ en esa que no creía en los dioses/ sino en las estrellas”…” (pág. 11-12).
El erotismo es un doble filo por donde se deslizan las palabras de la poeta, descalzas, ávidas, y sin embargo, cautelosamente atrevidas; sugieren, pero no exigen, convocan al amor, al deseo del instante, y esos poemas se abren como frutos al sol, derramados de su propia carne suculenta, abiertos al goce en un escenario sin prejuicios. Anna Georgina St. Clair hace temblar las palabras como un amante indómito y, a la vez, avasallado por el placer que desconoce los límites de disolverse en el otro para ser de nuevo. De tal modo lo expresa: “…La carne no es carne si no la haces pecado…” en el poema “Los ríos que pueblan mi cuerpo” (pág. 13). Igualmente en “Éxtasis blando de sueño”, fragmento “…gritas/y juega mi lengua en tu río/ mientras azota tu origen el tiempo” (pág.15), al igual que el magnífico texto “Esa búsqueda” (pág.17).
¿Y los infiernos, los terrenales, los que arden entre las costillas, infinitos círculos indescifrables? Anna Georgina los padece y los exorciza, los nombra para expulsarlos de su paraíso en el poema “Atisbo en mis profundidades…”, concluye con el fragmento: “…En el arte de ser yo misma/ no sé/ a veces/ cómo salir sin ahogarme/ de este/ mi pozo”. También podemos acompañar los giros de un texto escrito con la cadencia del vuelo de una parvada de pájaros: “La tarde empedrada se hunde” (pág. 23), en donde los giros lingüísticos y los espacios nos dibujan también un horizonte.
La poeta St.Clair cuestiona “Todo es fácil para el que no se ha quemado/ en el infierno de las preguntas/ ¿Qué? ¿Dónde? ¿Para quién?” y continúa: “Los sueños se vuelven infierno/ el tiempo se vuelve montaña de neblina/ y la vida pasa en el tren del silencio/ yo no la vi/ ¿la viste?” y aún más “Realmente quieres compartir todo esto? La vida no es vida si no la matas un poco…”, fragmentos del poema “¿Quieres compartir?” (pág. 27). Pero la vida pasa en el tren del silencio, tal como lo describe Anna Georgina, ella no aborda ese transporte, por el contrario, su voz es un eco de navajas que degüella el silencio y se salvaguarda. “En el carrusel” (pág. 36). Y lo confirma en otro párrafo: “Soy un ave que no requiere/ de tierra en dónde /cuidar su nido”.
Anna Georgina St. Clair se pinta sola: “soy una mujer terriblemente apasionada…” (pág. 50). Después de acompañarla por su poemario y padecer con ella la memoria, comprendemos que las decisiones, eventualmente (por lo que sea), pueden ser atroces, y que después del último refugio incendiado del amor, una llama arde en la palma de la mano y su luz permite deletrear los versos siguientes en el fondo de un pozo: “Regalarme la paz/ a costa de otros/ ponerme en primer lugar/  de todos los pendientes del día”, del poema que cierra y da título al libro: “Quiero enamorarme de mí misma”.
Después, la pregunta imposible: ¿Quién podrá evitar enamorarse?
José Juan Cantúa
10 de diciembre de 2013
Hermosillo, Sonora, México

(publicado con la autorización expresa de su autor). 

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