domingo, 14 de enero de 2024

Llegada al Pacífico. Viaje a Colima 2.

 

Semana Santa, 1989. Recuerdo la fecha porque fue cuando dejé de fumar. Decidimos salir de vacaciones el papá de Alán, Alán chiquito y yo, a Colima. Él era diputado local y yo reportera del AM Querétaro en la primera incursión a Querétaro que tuvo desde Guanajuato. Nos fuimos en camión, llegamos a Manzanillo, muchas horas después. Fuimos a la playa allá un día y al siguiente tomamos un taxi a Cuyutlán. Recuerdo que leí en alguna parte que era el hogar de “la famosa ola verde”. Mi pareja se instaló en la orilla del mar con una hielera llena de cervezas, con mi hijo a un lado jugando en la arena y yo, muy valiente, decidí rentar una tabla de surfear porque sí, había surfeado sobre colchones inflables en Kino y sí, me había atrevido a meterme allá cuando el mar estaba picado, con olas grandes y todo.

Vi el mar con olas grandes, me armé de ese valor que te da la ignorancia y me metí. Había muchos bañistas en la orilla, jugando con la espuma y las pequeñas corrientes que dejan las olas después de haber estallado unos metros adentro. Yo decidí internarme más, y desde ahí, dejarme llevar por el impulso de las olas cuando tronaban, acostada sobre la tabla surfeadora; era divertido y emocionante, pero el mar tenía más fuerza que en Kino. Volví a entrar y observaba yo a mi pequeña familia, tranquilos en la playa, cuando vi que al unísono todos los bañistas corrían hacia la arena. Me dije “qué raro” y cuando volteé a ver lo que señalaban detrás de mí, entendí de qué se trataba esa famosa Ola Verde. Una mole inmensa se levantaba detrás mío, sin darme tiempo de tomar distancia o de bucearla atravesándola. Lo que hice fue soltar la tabla, y meterme lo más profundo que pude dentro de la ola, con la esperanza de que no estallara sobre mí, llevándome revolcada consigo. Lo logré a medias, pero el vuelco que dio por encima de mí me rotó el  brazo derecho en 360 grados desde el hombro. Escuché debajo del agua un tronido, como cuando te truenas los dedos pero más fuerte.  

La ola pasó, salí del agua y caminé lo mejor que pude a la playa, con todo y corrientes. Busqué la tabla, ya estaba en la orilla. Me di cuenta que no podía mover el brazo, así que como pude salí del agua con un dolor insoportable en el hombro. Fuimos al IMSS de Manzanillo, me tomaron radiografías, me auscultaron varios médicos y no me encontraron nada: ni rotura, ni esguince. Mi pareja, enojada porque "eché a perder" nuestras vacaciones, decidió que regresáramos a Querétaro esa misma tarde. Casi no me habló de regreso.

En mi casa en Querétaro, duré dos semanas sin poder usar el brazo, siempre con dolor intenso. Sólo un señor grande, sobador de El Lobo, municipio de El Marqués, me “compuso”. Me dijo, cuando me llevaron a verlo, que lo tenía zafado y cuando menos lo pensé, me lo acomodó.

Todo eso recordaba yo cuando iba entrando con el carro a Cuyutlán, treinta y cinco años después, con mis hijos, mi carro y mi perro:  mi actual familia. Yo estaba cansada después de ocho horas de camino, y sabía que por lo menos tendría menos tráfico que en el puerto de Manzanillo, del que sé que es una de las aduanas de entrada con más movimiento de la costa del Pacífico.

Entramos inmediatamente después de la carretera. Nos recibió un anuncio de un vivero ecológico, atravesamos unas vías del tren, entre altas palmeras y un anuncio de protesta contra la instalación de una planta de amoniaco y urea en Cuyutlán.



También vi letreros de que vendían “Sal de Cuyutlán”, pero frente a ellos, las puertas cerradas. Entramos directo a una calle con casas blancas con sus paredes con marcas de moho y líneas que señalaban el camino de la lluvia sobre las paredes, hacia el suelo. Sobre la calle, banderitas de colores pendían de cintas blancas, dándole un aire festivo y pueblerino. Seguimos hasta llegar al malecón, donde pocos puestos abiertos de artesanías sobre el andador daban antesala al mar, que escuchamos rugir a lo lejos. El aire húmedo y salobre, templado y con algo de neblina, nos señalaba que ya habíamos llegado a nuestro destino.

Me estacioné a un lado de un restaurant sin paredes, con mesas y sillas de madera pintadas de blanco. Hotel Morelos, decían varios letreros. El Hotel tenía cuartos desocupados, cómo no, si ya casi todos los paseantes se habían ido, con el fin de las vacaciones de invierno. A un precio módico nos quedamos en una esquina, el Hotel abarcaba casi una cuadra completa. Tenemos ventilador, me dijo el responsable, que después me dijo se llamaba Gil. Con dos grandes ventanas protegidas por mosquiteros, y la parte superior del cuarto, bastante alto, con aberturas simétricas que dejaban entrar la fresca brisa del mar, me dije que no habría necesidad ni en verano ni invierno de refrigeración alguna. El clima era ideal para nosotros: 28 grados máximo de día, y 18-19 de noche, decía el termómetro del celular para Cuyutlán. Ni demasiado calor o frío. 

La arena volcánica de Colima. 

Nos bajamos  al mar. Ahí estaban esas olas gigantes, menos alebrestadas que en mis recuerdos. Me llamó la atención la arena gris oscura, casi negra. Pensé en los volcanes tan cercanos a la costa; la fuerza del oleaje debió de haber hecho polvo, durante siglos, la lava expulsada. Caminando un poco por la orilla del mar, se acababan las mesas con sillas y toldos, puestos con restaurant para los turistas. Había bañistas con los últimos rayos del sol, valientes para mí, pues seguían tronando las olas aunque lejos de la orilla. La arena daba cobijo a cientos de cangrejos bebés, que corrían a su agujerito en cuanto nos acercábamos, recordé la arena de Kino, así está llena de vida.

Felices de arribar al mar. 

De regreso, ya de noche, buscando qué cenar, nos dimos cuenta que casi no había restaurantes abiertos, sólo puestos sobre la calle alrededor de la plaza principal, a dos cuadras del mar. Cenamos y fuimos a dormir, preguntando a la gente en dónde rentaban bungalows con cocineta, pues la intención era quedarnos varios días y ello no se puede costear comiendo en la calle a todas horas. Sí los había, y quedé de verme con un propietario para el día siguiente.

Así nos recibió el mar del Pacífico, con todo su atemorizante esplendor, en uno de tantos pueblos turísticos que su belleza crea y atrae.

 

 

 

7 comentarios:

  1. Muy interesante el relato Ana ... qué seguirá?

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  2. La belleza de la naturaleza es como un imán irresistible. El mar y nuestros recuerdos . Lindo viaje Anna. Felicidades por estar ahí .🌊🌄🌈

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    1. gracias por tus bellas palabras, Alicia... muchos saludos a tu familia

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    2. Atentamente Alicia Ruano López

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  3. Ya enseguida me chuto el siguiente

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  4. ¡Qué recuerdos, Anna! Fue cuando nuestra comunicación era a través de cartas por correo postal.
    Pienso: ¡Qué privilegiadas hemos sido de haber compartido esta amistad desde antes y también haber coincidido en esto que nos ha gustado: escribir, reportear… vivir, disfrutar.
    Gracias por compartir estos relatos.
    Abrazos a tus hijitos
    🤗

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    1. De verdad somos muy privilegiadas, Pina. Tenemos una vida que ha atravesado las dos maneras de ver el mundo... y no nos tocaron los cambios estando nosotras TAN adultas, sí nos hemos podido adaptar... abrazos, amiga querida.

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