Llegué buscando al mar Pacífico, casi en modo desesperado, después de dos años de su ausencia en mi vida queretana, encerrada por la pandemia y el miedo al contagio de esa enfermedad que no se ve, se siente y se conoce sobre todo por las noticias y las redes sociales.
Quería ir lejos, a un lugar desconocido para mí, llevada por
la curiosidad de estar en un puerto naval de la Marina de México, el saber que
está al norte de la visitada Playa Rincón de Guayabitos y reconociendo que
sigue siendo parte (aunque ahora creo que no tanto) de la novedad turística de
los últimos diez años denominada Riviera Nayarita.
Encontré que tres días (en realidad fue uno) es poco para
estar en el mar, como siempre lo siento y pienso. Que aparte de los gastos, me
tengo confianza como para irme lejos manejando con Emiliano, que él y el carro
se portaron excelentemente y, que quien sale temiendo, encuentra aunque sea de
lado el origen de sus miedos; pero el no
conocer rumores y dejarse amedrentar por ellos, sea razonablemente bueno. Que
es más importante seguir y seguir la huella, que quedarse encerrada rumiando lo
que fue y no pudo ser.
La entrada al pueblo está rodeada de manglares, uno de cuyos
habitantes es el cocodrilo, a quien se le dedica un mirador para poderlos
temer, ellos tranquilos al sol, reposando peces, otros repiles y quién sabe qué
más, sobre un banco de arena suave. Claro, el camino de entrada está lleno de
los usuales puestos de inflables, trajes de baño, gorras y repelente,
advertencias para lo que existe como parte de la cadena alimenticia del lugar.
Luego un tramo con la selva cerrada por los lados y por el cielo, con arboles tan tupidos que
no dejarían pasar ni a un perro. Y el pueblo, lleno de tiendas de conveniencia,
restaurantes de mariscos y anuncios de hoteles baratos y accesibles.
La entrada urbana es larga, bien adoquinada y llena de
anuncios políticos: dos contrincantes se disputaron el domingo 6 de junio:
Pepito, de la alianza PRI-PAN-PRD y Raquel, por Morena y otros aliados. Aquí
ganó Pepito, a diferencia de la mayoría de los municipios de Nayarit, aunque
viendo los resultados electorales, la gente sólo votó por él, pues el resto de
las candidaturas en disputa las ganó Morena, incluyendo gobernador.
Nuestro departamento, bien instalado y céntrico, lo había
apartado por AirBnb, previendo que llegaría cansada de manejar como para buscar
un alojamiento ideal en pleno atardecer. Fue una elección acertada, pues desde
nuestra casita, en centro histórico, nos permitió movernos por el pueblo y
comprar los pocos víveres que nos hicieron falta (llevamos mucho desde casa),
así como caminar y encontrar artesanías, comidas corridas y no, la plaza
principal y ubicar la central camionera,
por si algún día quisiéramos regresar en autobús.
La primera tarde salimos, y al regresar de comer, fuimos a
comprar repelente, ya que de tanto anunciarlo en todas las tiendas, nos prendió
las alarmas de que había moscos y jejenes, un mosco minúsculo de las marismas,
que ya conocía yo de los veranos en Bahía de Kino, Sonora.
Nos lo pusimos en casa, y volvimos a salir a caminar, ahora
de noche. No había jejenes, sólo mosquitos que me picaron exactamente en donde
no me desparramé el repelente y estaba expuesto al aire, la parte de atrás de
las pantorrillas. Parece que deseaban sangre de sabor diferente.
A la mañana siguiente, al llover, se fue la luz en nuestra
calle, después del característico tronido del transformador. Las vecinas me
dijeron que era común eso, cuando llovía, también me lo dijo mi hospedador. Ahí
sí sentimos el calor, ya nos habíamos acostumbrado al aire acondicionado de
toda la noche. Eso sí, el calor ya nos había golpeado desde el día anterior, al
transitar todo el camino de llegada con el sol a plomo. No se nos quitaba ni
con el baño que nos dimos. Hasta entrada la noche se nos quitó.
Pero abrimos ventanas y nos alistamos para salir al mar. El
día anterior caminamos al muelle, hallamos el embarcadero rodeado de anclajes
pequeños, con rocas que le ganaban espacio al mar y con lanchas aparcadas,
listas para llevar a turistas a las islas, a pescar o a dar la vuelta.
La playa Borrego, que creo así le dicen por las olas largas llenas de espuma que encontramos, está muy bella, pero con pasos obstruidos por restaurantes de palapas que te proporcionan regaderas, estacionamiento y sombra al carro, a cambio de que les consumas. Sólo más adelante, en donde el camino se tornaba arenoso y sinuoso, donde había palapas abandonadas y el mar estaba a menos distancia de la playa, pudimos entrar sin el condicionamiento restaurantero. Aunque me dijeron que podía estacionar el coche a una cuadra y caminar.
Regresamos y estacioné el carro en el primer lugar, sólo
pedimos refresco y cerveza y nos cambiamos y salimos a nadar. Reparé en una
bandera amarilla, ya caída, en la orilla del mar. Entramos y nos llenamos del
vaivén marítimo, caminamos hacia adentro y nunca nos tapó el mar, las olas
venían haciendo espuma desde lejos, muy bajito el nivel, no nos pasaba de la
cintura.
En una palapa gigante, como a 50 metros del mar, nos tomamos
los líquidos comprados y la cerveza y el mar me soltaron las lágrimas, tanto
tiempo sin verte, mar querido, tengo pendiente salir en lancha, bucear y seguir
recordando mi infancia en el Mar de Cortés, con mis papás y hermanos, esos días
en las bellísimas playas vírgenes de Hermosillo y Guaymas. Fueron dos horas que
pasamos con el cuerpo y espíritu llenos de mar, de arena, de aire salado, que
hicieron al viaje valioso.
De regreso al pueblo, una camioneta con altavoces, seguida
por gente de San Blas bailando en la calle, despacio, festejaba el triunfo de
Pepito, en desfile de alegría política por las calles asfaltadas del pueblo. A una cuadra de mi casita rentada, con calle de
empedrado, dio vuelta la fiesta carnavalesca que era animada por el megáfono
ambulante, que repetía una y otra vez una especie de cumbia compuesta ad hoc para el joven ganador de la
presidencia. No sirven para bailar las piedras, los pequeños baches que por la
llovizna matutina, ya eran charquitos. Quizá los mismos celebradores provenían
de empedrados y aprovechaban para bailar las pocas calles arregladas por donde
circularon.
En la noche, la plaza principal se llenó de gente buscando
espacio en las pocas mesas de tres merenderos que había, para cenar lo típico de todas partes de México:
tortas, pozole, tacos, tostadas. Accedimos a un puesto de tacos cercano a la
central camionera, quería probar los tacos de res, pues se notaba, por el
calor, que prosperaba más la res que el puerco. Muy ricos y baratos. Seguimos
caminando entre la algarabía de la gente. A una cuadra, avistamos otra placita
en donde vendían artesanías maravillosas los wiríkutas, huicholes también
llamados. A un lado, el edificio del DIF, custodiado por una mujer policía, al
parecer conteniendo paquetería electoral: ahí había sido una casilla, donde
también ganó el PAN en la presidencia y Morena en todo lo demás.
Ya regresando a casa de noche, realmente deseé haber
apartado más días en esa agradable comunidad. La gente muy alegre y
platicadora, como suelen ser los costeños de todo el país (y no sé si del
mundo).
Tengo una lista interminable de lugares de San Blas a los que no fui, por
falta de dinero y/o de tiempo. No la quiero mencionar porque sólo me pongo
triste. No fue una oportunidad desperdiciada, fue asomarme a un espacio para
conocerlo y preparar, quizá, un regreso con una mejor perspectiva de las
opciones a realizar. Y conocer el tiempo y energía que requiere la manejada, además del costo y opciones de
rutas libres o de cuota.
Sólo terminaré platicándoles algo que no quiero dejarme para
mí: en una ruta nueva de libramiento Irapuato-La Piedad, me salvé de ser asaltada
y no lo supe hasta que salí, por la boca de un muchacho que me cobró a la
salida. Yo protesté porque en unos baños intermedios no había agua y él me
dijo que me fue bien, pues al detenerse los vehículos ahí, había asaltos.
Yo solo recuerdo ver muy poco frecuentado ese libramiento, la actitud
extraña de varios “pastores” que sentados a la orilla de la carretera, frente a
un hato de ovejas, se fijaban en el paso de mi vehículo. Y fueron
aproximadamente veinte minutos de ese raro libramiento.
También recuerdo que saqué un cuchillo filoso y puntiagudo de la cajuela, cuando regresábamos de los sanitarios, y lo puse entre los dos asientos delanteros, mi instinto me decía que me podría servir, como para cortar en gajos mis manzanas y no dejar que mi diente frontal puesto temporalmente se me cayera. O para defenderme, quién sabe. Lo bueno es que no tuve necesidad.
Me encanto el viaje! Pude sentir los olores, la humedad, el sabor de las comidas, la sal del mar, y tantas cosas mas. Muy bien escrito. e da gusto ya no tener que viajar en persona!!
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