Llegué buscando al mar Pacífico, casi en modo desesperado,
después de dos años de su ausencia en mi vida queretana, encerrada por la
pandemia y el miedo al contagio de esa enfermedad que no se ve, se siente y se
conoce sobre todo por las noticias y las redes sociales.
Quería ir lejos, a un lugar desconocido para mí, llevada por
la curiosidad de estar en un puerto naval de la Marina de México, el saber que
está al norte de la visitada Playa Rincón de Guayabitos y reconociendo que
sigue siendo parte (aunque ahora creo que no tanto) de la novedad turística de
los últimos diez años denominada Riviera Nayarita.
Encontré que tres días (en realidad fue uno) es poco para
estar en el mar, como siempre lo siento y pienso. Que aparte de los gastos, me
tengo confianza como para irme lejos manejando con Emiliano, que él y el carro
se portaron excelentemente y, que quien sale temiendo, encuentra aunque sea de
lado el origen de sus miedos; pero el no
conocer rumores y dejarse amedrentar por ellos, sea razonablemente bueno. Que
es más importante seguir y seguir la huella, que quedarse encerrada rumiando lo
que fue y no pudo ser.

El puerto de San Blas podría ser el protagonista lateral de
una novela húmeda y llena de edificios enlamados y poblada de guamúchiles
gigantes, cuyos pájaros del tamaño de una gaviota, con huevos azules y graznido
peculiar, anidan en sus ramas más altas y adornan de sonidos la tarde de su
centro histórico. Una forma mexicana de Cien
años de soledad garciamarquiano, sólo que sin montañas, con mucho mar,
aire salado y vacas pastando en las islas marítimas y con viejos edificios abandonados e inundados por vegetación. Aunque sí es el protagonista de una famosa
canción de Maná, cuya tonada la escuché por lo menos en dos neverías del
puerto.
La entrada al pueblo está rodeada de manglares, uno de cuyos
habitantes es el cocodrilo, a quien se le dedica un mirador para poderlos
temer, ellos tranquilos al sol, reposando peces, otros repiles y quién sabe qué
más, sobre un banco de arena suave. Claro, el camino de entrada está lleno de
los usuales puestos de inflables, trajes de baño, gorras y repelente,
advertencias para lo que existe como parte de la cadena alimenticia del lugar.
Luego un tramo con la selva cerrada por los lados y por el cielo, con arboles tan tupidos que
no dejarían pasar ni a un perro. Y el pueblo, lleno de tiendas de conveniencia,
restaurantes de mariscos y anuncios de hoteles baratos y accesibles.

La entrada urbana es larga, bien adoquinada y llena de
anuncios políticos: dos contrincantes se disputaron el domingo 6 de junio:
Pepito, de la alianza PRI-PAN-PRD y Raquel, por Morena y otros aliados. Aquí
ganó Pepito, a diferencia de la mayoría de los municipios de Nayarit, aunque
viendo los resultados electorales, la gente sólo votó por él, pues el resto de
las candidaturas en disputa las ganó Morena, incluyendo gobernador.
Nuestro departamento, bien instalado y céntrico, lo había
apartado por AirBnb, previendo que llegaría cansada de manejar como para buscar
un alojamiento ideal en pleno atardecer. Fue una elección acertada, pues desde
nuestra casita, en centro histórico, nos permitió movernos por el pueblo y
comprar los pocos víveres que nos hicieron falta (llevamos mucho desde casa),
así como caminar y encontrar artesanías, comidas corridas y no, la plaza
principal y ubicar la central camionera,
por si algún día quisiéramos regresar en autobús.
La primera tarde salimos, y al regresar de comer, fuimos a
comprar repelente, ya que de tanto anunciarlo en todas las tiendas, nos prendió
las alarmas de que había moscos y jejenes, un mosco minúsculo de las marismas,
que ya conocía yo de los veranos en Bahía de Kino, Sonora.
Nos lo pusimos en casa, y volvimos a salir a caminar, ahora
de noche. No había jejenes, sólo mosquitos que me picaron exactamente en donde
no me desparramé el repelente y estaba expuesto al aire, la parte de atrás de
las pantorrillas. Parece que deseaban sangre de sabor diferente.
A la mañana siguiente, al llover, se fue la luz en nuestra
calle, después del característico tronido del transformador. Las vecinas me
dijeron que era común eso, cuando llovía, también me lo dijo mi hospedador. Ahí
sí sentimos el calor, ya nos habíamos acostumbrado al aire acondicionado de
toda la noche. Eso sí, el calor ya nos había golpeado desde el día anterior, al
transitar todo el camino de llegada con el sol a plomo. No se nos quitaba ni
con el baño que nos dimos. Hasta entrada la noche se nos quitó.
Pero abrimos ventanas y nos alistamos para salir al mar. El
día anterior caminamos al muelle, hallamos el embarcadero rodeado de anclajes
pequeños, con rocas que le ganaban espacio al mar y con lanchas aparcadas,
listas para llevar a turistas a las islas, a pescar o a dar la vuelta.
La playa Borrego, que creo así le dicen por las olas largas
llenas de espuma que encontramos, está muy bella, pero con pasos obstruidos por
restaurantes de palapas que te proporcionan regaderas, estacionamiento y sombra
al carro, a cambio de que les consumas. Sólo más adelante, en donde el camino
se tornaba arenoso y sinuoso, donde había palapas abandonadas y el mar estaba a
menos distancia de la playa, pudimos entrar sin el condicionamiento restaurantero. Aunque me dijeron que podía estacionar el coche a una cuadra
y caminar.
Regresamos y estacioné el carro en el primer lugar, sólo
pedimos refresco y cerveza y nos cambiamos y salimos a nadar. Reparé en una
bandera amarilla, ya caída, en la orilla del mar. Entramos y nos llenamos del
vaivén marítimo, caminamos hacia adentro y nunca nos tapó el mar, las olas
venían haciendo espuma desde lejos, muy bajito el nivel, no nos pasaba de la
cintura.

Otras personas también se bañaban. La temperatura del agua
la sentí igual a la de mi alberca, los ideales 28 o 29 grados centígrados. Al
rato de estar jugando, llegó un salvavidas y nos instó a salir con silbatos y
señas. Obedecimos Emi y yo, (el resto de la bañistas no), le pregunté qué
significaba la bandera amarilla, me dijo que había corrientes lejos de la
orilla, que jalaban hacia adentro del mar, que tuviéramos cuidado. Además,
estábamos a un lado de una división artificial de rocas, que colindaba con el
puerto naval de la Marina. Que no fuéramos hacia las rocas, pues había
remolinos que también nos podían arrastrar. Luego recordé una bandera roja
cuando acudimos a las palapas abandonadas, supongo que ahí está prohibido entrar,
aunque vi a un muchacho surfista entrar alegremente con su tabla.
En una palapa gigante, como a 50 metros del mar, nos tomamos
los líquidos comprados y la cerveza y el mar me soltaron las lágrimas, tanto
tiempo sin verte, mar querido, tengo pendiente salir en lancha, bucear y seguir
recordando mi infancia en el Mar de Cortés, con mis papás y hermanos, esos días
en las bellísimas playas vírgenes de Hermosillo y Guaymas. Fueron dos horas que
pasamos con el cuerpo y espíritu llenos de mar, de arena, de aire salado, que
hicieron al viaje valioso.
De regreso al pueblo, una camioneta con altavoces, seguida
por gente de San Blas bailando en la calle, despacio, festejaba el triunfo de
Pepito, en desfile de alegría política por las calles asfaltadas del pueblo. A una cuadra de mi casita rentada, con calle de
empedrado, dio vuelta la fiesta carnavalesca que era animada por el megáfono
ambulante, que repetía una y otra vez una especie de cumbia compuesta ad hoc para el joven ganador de la
presidencia. No sirven para bailar las piedras, los pequeños baches que por la
llovizna matutina, ya eran charquitos. Quizá los mismos celebradores provenían
de empedrados y aprovechaban para bailar las pocas calles arregladas por donde
circularon.

En la tarde, decidí que caminaríamos hasta la entrada donde
habíamos visto varios restaurantes de mariscos. Un hora en el inclemente sol,
con manglares que se avistaban detrás de las construcciones pegadas al camino,
nos llevó encontrar un lugar limpio, con gente amable, que nos atendió y
platicó y llenó de abanicos eléctricos para secarnos el sudor que amenazaba con
darnos un baño completo. El pescado fresco empanizado servido con ensalada de
piña, cebolla empanizada, mango picado y plátano frito, además de poco arroz y pocas papas, que
nunca había probado juntos, me recordó lo agradable y exquisito que puede ser
combinar frutas locales con la proteína del lugar. Recordé los manglares y platanares que vimos
antes de entrar, y que volveríamos a ver de salida. De regreso, un taxista muy
amable nos colocó otra vez en la plaza principal, con dos iglesias colaterales,
la antigua y la moderna pintada de naranja con blanco.
En la noche, la plaza principal se llenó de gente buscando
espacio en las pocas mesas de tres merenderos que había, para cenar lo típico de todas partes de México:
tortas, pozole, tacos, tostadas. Accedimos a un puesto de tacos cercano a la
central camionera, quería probar los tacos de res, pues se notaba, por el
calor, que prosperaba más la res que el puerco. Muy ricos y baratos. Seguimos
caminando entre la algarabía de la gente. A una cuadra, avistamos otra placita
en donde vendían artesanías maravillosas los wiríkutas, huicholes también
llamados. A un lado, el edificio del DIF, custodiado por una mujer policía, al
parecer conteniendo paquetería electoral: ahí había sido una casilla, donde
también ganó el PAN en la presidencia y Morena en todo lo demás.
Ya regresando a casa de noche, realmente deseé haber
apartado más días en esa agradable comunidad. La gente muy alegre y
platicadora, como suelen ser los costeños de todo el país (y no sé si del
mundo).
Tengo una lista interminable de lugares de San Blas a los que no fui, por
falta de dinero y/o de tiempo. No la quiero mencionar porque sólo me pongo
triste. No fue una oportunidad desperdiciada, fue asomarme a un espacio para
conocerlo y preparar, quizá, un regreso con una mejor perspectiva de las
opciones a realizar. Y conocer el tiempo y energía que requiere la manejada, además del costo y opciones de
rutas libres o de cuota.
Sólo terminaré platicándoles algo que no quiero dejarme para
mí: en una ruta nueva de libramiento Irapuato-La Piedad, me salvé de ser asaltada
y no lo supe hasta que salí, por la boca de un muchacho que me cobró a la
salida. Yo protesté porque en unos baños intermedios no había agua y él me
dijo que me fue bien, pues al detenerse los vehículos ahí, había asaltos.
Yo solo recuerdo ver muy poco frecuentado ese libramiento, la actitud
extraña de varios “pastores” que sentados a la orilla de la carretera, frente a
un hato de ovejas, se fijaban en el paso de mi vehículo. Y fueron
aproximadamente veinte minutos de ese raro libramiento.
También recuerdo que saqué un cuchillo filoso y puntiagudo
de la cajuela, cuando regresábamos de los sanitarios, y lo puse entre los dos asientos delanteros, mi instinto me decía
que me podría servir, como para cortar en gajos mis manzanas y no dejar que mi
diente frontal puesto temporalmente se me cayera. O para defenderme, quién
sabe. Lo bueno es que no tuve necesidad.