Terminé por fin la saga
de “Los hijos de la tierra”, de Jean Auel. Y me quedé huérfana de prehistoria y
de Era Glacial, huérfana de la gran
Madre dadora de vida a la que adoraban. Y me falta la familia extendida a la que
finalmente la heroína se integró, con una hija recién nacida.
Extraño sus campos llenos de herbívoros gigantes, que les
surtían de carne durante todo el año. Un mundo ideal en donde todo se resuelve
con las buenas gestiones de los líderes naturales por clan o por caverna. Los
bosques con sus ríos, poblados de peces gigantes. Las llanuras con granos
salvajes, antecedentes de nuestros consumidos trigo, centeno, cebada.
Entendí los albores de lo que somos y de lo que fuimos
definido con la domesticación de los animales, el arte de la curación del
cuerpo y del alma, el conocimiento milenario de las hierbas y sus efectos medicinales,
las herramientas, la elaboración de prendas de vestir, los utensilios para
cocinar, el uso del fuego y la organización familiar.
Un mundo ideal, donde el hombre durante miles de años –se supone
que esta historia sucedió hace veinte mil años –convivió en paz y respetando la
naturaleza, su medio ambiente.
Integré toda la información suelta que tenía acerca del
devenir humano de ese tiempo. Incluso, su mezcla con los neandertal, cuyos genes
perviven todavía en las personas de origen europeo.
Asimismo, le dio vida a un clan de Neandertal, con quienes
la heroína fue criada, con una visión libre de prejuicios, dedicada más bien a
entender la dinámica interna de estos prehumanos que poblaron Europa en
pequeños grupos antes que nuestros ancestros directos.
El trabajo de la escritora fue admirable. Fue convertir un
cúmulo gigante de información antropológica, geológica, botánica, zoológica,
incluso astronómica, en una historia vivible, suspirable, amable. No exenta de
dolor y sufrimiento, con una heroína que busca su pertenencia a una comunidad, a través del amor sin reservas a un joven
igual de valiente y hábil que ella.
Aunque a veces se
excedió en explicaciones, la historia logró tenerme en vilo durante más de dos
mil páginas, distribuidas en sus cinco libros: El clan del oso cavernario, El valle de los caballos, Los cazadores de
mamuts, Llanuras en Tránsito y Los
refugios de piedra. Aprendí de las costumbres de los diversos grupos
humanos asentados desde el mar negro, en la actual Rusia, hasta las cuevas de
Francia, pasando por Checoslovaquia, Suiza y Alemania, por darles los nombres
actuales.
Me capturó la humanidad observada en estos ancestros
nuestros, que a pesar de tener precarias condiciones de vida –según nuestro punto
de vista- llegaban a elaboradas formas de explicación de su mundo y de
integración en él. Me condolí por prácticas añejas que la mayor parte de la
humanidad ha abandonado, prácticas que nos mantenían cerca de nuestros orígenes
y de nuestra sobrevivencia elemental, muy lejanas al hecho de acudir todos los
días a un trabajo, recibir una paga por él y de ahí comprar lo necesario para
subsistir.
En síntesis, es una excelente obra literaria para
adentrarnos en el mundo de los humanos de la Era Glacial. Y para reconocer
nuestros orígenes: venimos de la tierra y a ella debemos volver. Vivos o
muertos.
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