La Trinidad: lujo y descanso maravillosos. Santa Ana Chiautempan: textiles tradicionales en decadencia.
Llevada por una supuesta curiosidad y ganas de estar en
contacto con la naturaleza, he llegado hasta aquí, Centro Vacacional La
Trinidad, en Tlaxcala, y después de dos días de tranquilo hospedaje me pongo a
pensar que en realidad tenía cuentas pendientes conmigo misma. Y digo “cuentas”
porque lo que dejé pendiente de hacer hace varias décadas, fue por falta de
dinero. Ahora, repongo supuestos huecos de mis deseos frustrados, aunque
encuentro que lo que me tocó presenciar y vivir en aquellos tiempos será, como
siempre sucede con el pasado, irrepetible.
Estuve en esta región hace treinta años por primera ocasión. Fui a
un campamento de trabajo en Tlaxco, un proyecto comunitario con fondos
internacionales que integró muchachos de varios países del mundo.
Fueron seis semanas de verano en donde salimos a varios
pueblos de la región. Recuerdo a Huamantla, por sus impresionantes dibujos de
aserrín y flores en las calles nocturnas, a Santa Ana Chiautempan por sus
tejidos y, un fin de semana, fuimos a Tecolutla y El Tajín, en Veracruz.
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Ahora, de regreso a La Trinidad, muchas cosas han cambiado.
El espacio del antiguo salón de juegos está dividido entre dos restaurantes y
una cantina: de las múltiples mesas de billar, para jugar dominó o ajedrez, y
para el ping pong, no queda rastro. Los restaurantes se alquilan para fiestas
externas, y como hoy, en la celebración de un bautizo matutino, con estridente
música.
Lo demás, al parecer, sigue igual. He podido sumergirme en
la alberca espaciosa y cómoda, aunque el agua es más fría de lo que imaginé
cuando vi los cristales de sus paredes llenos de vapor en aquel tiempo.
La Malinche sigue ahí, escondida la mayor parte del tiempo
entre nubes y neblina. No he acudido a sus faldas, a las cabañas que nos
albergaron aquel día. Dicen que todavía hace muchísimo frío, en ese lugar
arriba de los tres mil metros sobre el nivel del mar.

Esas tienditas desaparecieron, quedaron pocas grandes, en
lugares estratégicos. Las sustituyen tiendas de telcel, de Furor Products,
tiendas de modas con ropa de Moroleón, Guanajuato (un pujante pueblo
confeccionador de ropa) o, de plano, deshabitadas. El impacto de treinta años
de neoliberalismo se siente aquí, cuando preguntas y te dicen que hay dos o
tres fábricas grandes que producen todo lo que se vende en la región. Al
caminar por la plaza principal, observé filas de jóvenes obreros, hombres y
mujeres, tecleando sus celulares, frente al cajero Red, quizá cobrando un
salario que les hace valer la pena pasarse todos los días frente a máquinas
hiladoras, haciendo lo mismo uno y otro día.
Y la misma Trinidad fue una fábrica textil, construida en
tiempos de Porfirio Díaz y abandonada en los años sesenta, según dice su museo,
para ser comprada en tiempos de López Portillo y convertirla en un área de
descanso para los trabajadores. Dinero producto del boom petrolero de los
setenta, bien usado, puesto al servicio
de la recreación popular mexicana. Pero eso no duró.
El hotel ya no es accesible para trabajadores u obreros de
sueldo mínimo. Sus precios escalan el nivel de las cuatro estrellas, y el
descuento -que no me otorgaron- por ser
derechohabiente del IMSS alcanza apenas el 5% sobre el costo total.
Me siento en una era posocialista, donde las facilidades y
construcciones hechas para democratizar el descanso y hacerlo accesible a todo
el pueblo, ha sido “modernizado” y privatizado, elevando los costos de acceso y
permitiendo que solo una minoría tenga acceso a él. Y si, en esa minoría
privilegiada me cuento, para fortuna mía y de mi hijo.

No todo es “high class”. Encontré que la alberca es usada
por visitantes locales al Balneario abierto, ubicado en una zona arbolada a un
lado del Hotel. Desde las diez de la mañana la gran alberca techada, de tres
profundidades, se ve inundada por niños y adultos tlaxcaltecas. Además, tres
grandes piscinas a cielo abierto en el área del balneario con agua heladísima
también le dan alternativa a los visitantes, que solo pagan 70 para tener
acceso a los juegos y deportes acuáticos.

Muy cerca de aquí está Apizaco, pueblo construido alrededor
de una estación ferrocarrilero. Desde la primera noche, escuchamos en el cuarto
pitidos del tren que, seguramente, circula por la misma vía que Porfirio Díaz
mandó colocar entre el DF y el Puerto de Veracruz.

Acaba de haber elecciones. Me llama también la atención los
nombres y apellidos de muchos candidat@s, en idioma náhuatl, supongo.
Mañana, para salir de aquí, no me decido entre ir a
Huamantla o a La Malinche. Luego de seguro acudiré a Tlaxco, unos minutos al
norte de Apizaco, para reconocer donde viví y qué fue de lo que ayudé a
construir. Allá no hay cuentas pendientes.
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