Lo
conoció por el Face. Era amigo de unas conocidas suyas. Uno de tantos “amigos”
que anexaba por sugerencia del FB. Quería ampliar su lista, expandir sus horizontes
amistosos, llegar a ver y conocer caras nuevas y diversas maneras de vivir la
vida a través de la pantalla cibernética.
Duró
un año viéndolo sin ver, atenta a los comentarios apreciativos de sus
verdaderas conocidas, amigas, compañeras. Sin embargo, a casi nadie conocía en
persona. Pero apreciaba sus “me gusta” cuando subía fotos, repetía imágenes
interesantes de otros muros o subía noticias impactantes, raras o muy
actualizadas, incluso cuando subía comentarios pequeños sobre su día.
Él
se mantenía al margen, ahora lo recuerda ella. Un “me gusta” entre tantos, a
veces decenas de ellos cuando se trataba de fotos de viajes o visitas a
exposiciones de escultura. Porque esa era su pasión, la escultura y las formas
nuevas de expresión plástica y en tercera dimensión.
Al
parecer también eso le gustaba a él. Y aunque fuera muy tradicional en sus
creaciones, versiones semicreativas del gran público, había cierto toque
personal en sus cosas que a ella le atrajo,
eso después, cuando ella se asomó
a su muro con cierto interés.
Después
de haber trabajado varios meses en arreglar y organizar su taller en la
recámara que su hijo dejó al irse de casa, ella escribió en su Muro la
posibilidad abierta de invitar a sus amigos (desconocidos o no, de su ciudad o
no) a una sesión abierta de taller. Solo dos respondieron casi instantáneamente
que ahí estarían. Él y otro amigo, al que no recordaba haberlo visto comentando
nada ni dándole “me gusta” a ninguna cosa posteada por ella.
Pero
no era de extrañarse. De sus cientos de amigos, sólo alrededor de cincuenta
eran activos participantes de su vida filtrada a través de esa red social. Los
otros no existían, o sólo estaban para mirar sin ser vistos, pensar sin
escribir nada, navegar a través de un espejo sólo visible de un lado y
reflejante del otro, en secreto. Sabía que por ahí andaban porque se aparecían
donde menos los esperaba. Entonces daban sorpresas, como el segundo.
El
primero llamó su atención. Era de su ciudad y, revisando su historial común, la
había estado siguiendo de manera discreta pero no secreta, desde hacía meses.
Ella no le había tomado importancia. Hasta ahora.
Su
soledad la alcanzó, su falta de pareja por la escondida timidez que la hacía no
salir cuando la invitaban a exposiciones masivas, a encerrarse a dormir
temprano y levantarse con el canto de los pájaros de su jardín, a veces antes
de que los rayos del sol iluminaran las cortinas. Sólo clareando. Y a trabajar
con los materiales en vez de estresarse con el tráfico imposible de ciudad
adolescente, en una etapa de exagerado crecimiento que la hacía adolecer de
todo: falta de espacios para caminar, escuelas demasiado atestadas, rentas
subidas hasta el cielo, comida cara en los supermercados, filas hasta para los
cajeros bancarios alejados del centro, falta de agua por las mañanas, súbitas
bajones de electricidad, entre los signos más evidentes.
Es
un escultor como yo, pensó, quiere venir a mi casa a ver cómo trabajo y vive en
mi ciudad. Entonces ella se interesó.
Entró
en su Muro. Su súbito salto a la pequeña fama citadina se debía a una serie de
figuras tersas de niños y adultos en pacíficas posiciones domésticas: niño
jugando con un velero en un charco, madre tarahumara con su pañoleta ondeando
al viento arrullando a un minúsculo bebé, joven sentado frente a una imprenta
tradicional, con su mano sobre un juego de logotipos de plomo. Todo en madera
de pino, fácil de tallar y limar. Situaciones típicas que era seguro
venderían. También una mujer madura frente a un comal lleno de gruesas
tortillas llamó la atención de ella. Era de cara fina, joven y de firmes carnes
a la vez. A diferencia del resto de las piezas publicadas, no había gustado tanto
en el FB. A ella fue lo que más le gustó. Evidenciaba constancia y trabajo
disciplinado.
Entre
otras cosas que ella encontró en su FB, se dio cuenta que en unos días más
inauguraría una exposición de piezas en su ciudad natal. Ella dio un “me gusta”
en el anuncio, como iniciando un diálogo que ella pensó podría ser fructífero
entre ambos.
Pero
no pudo dejar de observar que la mayor parte de los “me gusta” que había en sus
fotos eran de mujeres, no solo de su ciudad, también de otras partes del país, e incluso de lugares tan lejanos como Turquía
y Estonia. Y no eran lugares inventados, pues las mujeres hablaban en su idioma
nacional en los comentarios que le hacían.
Bueno,
pensó la escultora, todos tenemos amigos. Y nos gusta que nos comenten. Anotó
la fecha de su próxima exposición y se prometió acudir, no tener timidez ni
miedo a la gente extraña ni a la gente conocida que siempre tenían cosas qué
preguntarle que ella no quería contestar: ¿cuándo vas a tener tu próxima
presentación, Rosaura? ¿es cierto que tienes muchas sorpresas qué enseñarnos?
Le gustaba y al mismo tiempo rechazaba las exposiciones públicas de sus más
íntimos sentimientos de temor y alegría, aunque ella misma trataba de ubicarse
indicándose que las expresiones plásticas de sus pensamientos y emociones
convertidos en arte adquirían otra dimensión, al exhibirse dejaban de ser personales
para convertirse en colectivas, compartidas en la humanidad de quienes accedían
a ellas.
Y
Roberto, su “nuevo” amigo escultor, ¿qué trasmitía con sus piezas? Cierta
serenidad, miedo a innovar, ojos para la belleza y cierta habilidad técnica. Y
ganas de vender, sobre todo.
Ella
pensó en sus deseos siempre relegados de conocer las Islas del Pacífico. ¿Se le
harían realidad algún día con las ventas de sus esculturas que realizaba para
expresarse, con materiales reciclables, con un lenguaje que ella a duras penas se
entendía? Quizá no las vendería, pero no podía hacer las piezas de otra manera.
No podía repetir, ni siquiera sus propias obras, no podía mentir para halagar y
ser comprada para finalmente servir de pisapapeles en algún escritorio elegante
o detenedor de libros en un librero con pocos libros y un gran aparato de
sonido.
Ella
esculpía para asombrar, impactar, deleitar, poner a pensar, mandar mensajes
escondidos de sí misma, atraer, incluso excitar. Nunca para complacer o ser
pasada por alto.
Roberto
era diferente a ella, quizá podrían hacer buena pareja e irse a viajar juntos
por varios meses a Papúa Nueva Guinea para aprender ella a hacer esculturas
ella con cáscara de coco y él con alguna madera fina nunca descubierta por
ningún artista plástico hasta entonces.
Hasta
entonces, el plan estaba casi terminado. Ahora sólo tendría ella qué acercarse
a él y serían la pareja perfecta. Él la valoraría en sus cualidades especiales,
él la promovería junto con sus propias y bien difuminadas redes de promoción
cultural a las que se veía tenía acceso. Hasta beca de producción sin dar
cuentas de nada, solo para producir obra, le podría ayudar a conseguir.
Se
sintió amada, feliz de un futuro promisorio, lejos de la soledad que la rodeaba
en su casa y animada para acudir a la presentación de su futuro amado.
Se
fue a hacer una comida llena de verduras. Se compró una cerveza y, relajada,
durmió a pierna suelta toda la tarde. La noche llegó lenta y salió a caminar
alrededor de los condóminos en donde ella habitaba.
No
tardaría en hablarle su hermana, a quien feliz le platicó de su nuevo casi
pretendiente.
Unos
días después, recibió una invitación a un Evento. Era de Roberto: “La gente y sus cosas”, ya
tenía más de mil invitados. 200 dijeron
el mismo día que irían. Eso no quería decir que irían todos los que decían,
muchos decían que sí sólo para halagar al artista y poder felicitarlo en el
mismo muro del evento por sus actividades. Sí, “Felicidades” era la palabra más
repetida en los comentarios. La mayor parte de los invitados eran de fuera de
la ciudad.
Ella
se fijó en eso. Menos mal, pensó, así no habrá tantas mujeres con quién
competir. Además, yo seré especial porque ya quiere venir a mi taller a conocer
cómo trabajo.
Pasaron
los días, ella se metía seguido al muro de él y empezó a comentar con frases
halagadoras y cortas, las piezas que él mostraba. Les hizo compañía a las otras
amigas, pero no le importaba, ella se sentía halagada cuando, entre tantas
respuestas que él otorgaba a sus comentaristas, a ella le dedicaba un post
especial. “Gracias”, era la palabra que más se repetía por parte de él, y con
ella no era nada distinto. Pero entonces no se dio cuenta.
Llegó
el día de la exposición. Él agradeció de antemano en el Muro del Evento, pocas
horas antes de inaugurarla, el apoyo otorgado por la Gran Benefactora del Museo
donde presentaría su obra. Y la fina distinción de la compañía de vino blanco
que donaba la caja de botellas junto con exquisitas copas, a cargo de la
administradora del viñedo X, ubicado a 40 km de la ciudad. Y la atención
prestada por la reportera del programa cultural de la mañana en la TV local, la
más vista en la ciudad.
Rosaura
dejó las noticias del FB y se dio dos horas para arreglarse concienzudamente.
Pensó hasta en pintarse las uñas, pero era algo que no sabía hacer, pues nunca
las traía crecidas de forma pareja. Se peinó con secadora el largo cabello
crespo, puso especial énfasis en sus sensuales labios, usualmente despintados y
resecos, se puso un blusón brillante que anchaba su delgada figura, se perfumó
con el perfume más fuerte y sensual que casi no toleraba y salió a tomar un
taxi, media hora antes de la fijada por el Evento.
Tenía
qué encontrar lugar, de seguro se iba a llenar la sala y no alcanzaría a ver
primero las obras, al lado de Roberto.
Llegó
diez minutos antes. Roberto no la saludó, quizá no la reconoció por la
desvencijada y maltrecha foto que había ella subido al FB. Andaba ocupado
platicando con las autoridades y otros escultores más, que comentarían
brevemente su obra, suponía ella, antes de cortar el listón inaugural. Esperó a
que Roberto pasara cerca de ella para que la saludara. Él pasó de largo, dejando
una estela de aroma a pino mezclado con musk.
Con barba bien recortada, los ojos verdes más brillantes que nunca y su
cabello en una coleta, además de sus inconfundibles pantalones de mezclilla,
aunque con saco tweed para la ocasión, se veía realmente atractivo, más que en
la foto del perfil.
Ella
vio otras mujeres, elegantemente arregladas junto a ella, la mayoría solas o
platicando unas con otras. Y dos o tres artistas masculinos, conviviendo entre
ellos. Decidió esperar a que el relajo pasara. Reconoció a Marisela, una vieja
conocida y asidua participante de todos los eventos de artes plásticas de la
ciudad
-¡Qué
milagro que te dejas ver, gusto de saber de ti!- Marisela comentó.
Platicaron
de todo y de nada, Rosaura sintió cómo el agujero en su corazón iba haciéndose
cada vez más filoso. Quizá hablar la hiciera olvidar la decepción, aunque no se
desencadenaba del todo, pues el escultor era el centro de la atención y no podría
agradecerle que hubiese estado ella ahí para él, especialmente ataviada,
especialmente alejada de su casa y de su taller y sus condominios.
La
inauguración estuvo pletórica de aplausos, se repartieron las copas y el vino
blanco corrió en abundancia. Rosaura bebió tres copas al hilo, ya se sentía más
relajada. Las piezas escultóricas fueron lo último que le llamaron la atención
a ella. Comunes, vendibles, brillosas, vendidas a precios altos.
De
su puta madre, pensó, además de que no me hace caso, vende más que yo. Y además
expone en este lugar tan selecto. Yo merezco estar aquí, no él, siguió. Le
dieron ganas de orinar.
En
el camino al baño, se encontró con Roberto. ¿Rosaura? ¡Qué bueno que viniste!
Mucho gusto en conocerte, me alegra que estés aquí. ¿Vas al baño, verdad?
¡Adelante! Por aquí estamos…
Se
alejó para perderse en un grupo de señoras que lo esperaba para las fotos.
Cuando Rosaura regresó, una tras otra se dejaba abrazar por el expositor,
haciendo refulgir sus joyas con el flash de las cámaras digitales. Lo rodeaban
y las besaba, una a una.
Era
demasiado para Rosaura. Se había acabado el vino, además. Se enfiló a la puerta
de salida.
-¡Rosaura!
¿A dónde vas?- le dijo Marisela, alcanzándola.
-A
mi casa, ya me dio sueño- fingió.
-Vamos,
hay una reunión en un bar cercano, Roberto nos invitó, vienes conmigo.
A
duras penas accedió, luego de insistirle varias veces.
Fueron
diez los que se sentaron en un bar que estaba a la vuelta. Rosaura recuerda
haberse sentado lejos de Roberto, quien muy animado comentaba haber sido
invitado a llevarse sus obras a una exclusiva galería del Distrito Federal.
Roberto la invitó a tomar algo, junto a los demás, pero Rosaura se negó a tomar
nada, alegando estar tomando medicinas.
Rosaura
fingió una plática animada con una pintora y promotora de arte de San Miguel
Allende, mientras escuchaba con dolor la alegría de Roberto.
Pasó
una hora, y cuando la sanmiguelense decidió marcharse debido a lo largo del camino
hacia allá desde la ciudad adolescente, Rosaura se levantó con ella. Entonces
tres artistas más se despidieron también, incluida la patrocinadora del viñedo
que no disimulaba su completa atención hacia el artista.
Marisela
hablaba más alto de lo normal, ahora platicaba aparte con uno de los
escultores, sus rodillas se tocaban. Roberto se levantó, las acompañó a la
puerta y regresó.
Rosaura
caminó a su coche. Me lleva la chingada, por qué me quedé en el bar. Son casi
las doce de la noche y mañana estaré emputada todo el día, tanto que tenía qué
hacer en el taller, tan mal que me fue con este cabrón.
Llegó
a su casa. Un mensaje de su hermana la felicitó por salir de su casa alguna
vez. “Imagino que te fuiste a la expo de tu amigo, espero que te diviertas
mucho”, le dijo.
A
su pesar, durmió profundamente. Despertó entera, contenta de haberse dado
cuenta de lo que en realidad Roberto quería, que ella sólo fuera una de sus
muchas fans, que a ella le doliera ver cómo le iba bien a él, o… ¿qué era lo
que él realmente quería?
Acudió
a su taller. Dibujó con trazos rápidos un boceto. Armaría un corazón con aserrín
de pino, le incrustaría un gran anzuelo de pescar y lo colgaría de alguna
computadora inservible. Al montaje le llamaría “Un corazón sin gente”.
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