lunes, 23 de diciembre de 2013

COSAS SIN CORAZÓN




Lo conoció por el Face. Era amigo de unas conocidas suyas. Uno de tantos “amigos” que anexaba por sugerencia del FB. Quería ampliar su lista, expandir sus horizontes amistosos, llegar a ver y conocer caras nuevas y diversas maneras de vivir la vida a través de la pantalla cibernética.
Duró un año viéndolo sin ver, atenta a los comentarios apreciativos de sus verdaderas conocidas, amigas, compañeras. Sin embargo, a casi nadie conocía en persona. Pero apreciaba sus “me gusta” cuando subía fotos, repetía imágenes interesantes de otros muros o subía noticias impactantes, raras o muy actualizadas, incluso cuando subía comentarios pequeños sobre su día.
Él se mantenía al margen, ahora lo recuerda ella. Un “me gusta” entre tantos, a veces decenas de ellos cuando se trataba de fotos de viajes o visitas a exposiciones de escultura. Porque esa era su pasión, la escultura y las formas nuevas de expresión plástica y en tercera dimensión.
Al parecer también eso le gustaba a él. Y aunque fuera muy tradicional en sus creaciones, versiones semicreativas del gran público, había cierto toque personal en sus cosas que a ella le atrajo,  eso  después, cuando ella se asomó a su muro con cierto interés.
Después de haber trabajado varios meses en arreglar y organizar su taller en la recámara que su hijo dejó al irse de casa, ella escribió en su Muro la posibilidad abierta de invitar a sus amigos (desconocidos o no, de su ciudad o no) a una sesión abierta de taller. Solo dos respondieron casi instantáneamente que ahí estarían. Él y otro amigo, al que no recordaba haberlo visto comentando nada ni dándole “me gusta” a ninguna cosa posteada por ella.
Pero no era de extrañarse. De sus cientos de amigos, sólo alrededor de cincuenta eran activos participantes de su vida filtrada a través de esa red social. Los otros no existían, o sólo estaban para mirar sin ser vistos, pensar sin escribir nada, navegar a través de un espejo sólo visible de un lado y reflejante del otro, en secreto. Sabía que por ahí andaban porque se aparecían donde menos los esperaba. Entonces daban sorpresas, como el segundo.
El primero llamó su atención. Era de su ciudad y, revisando su historial común, la había estado siguiendo de manera discreta pero no secreta, desde hacía meses. Ella no le había tomado importancia. Hasta ahora.
Su soledad la alcanzó, su falta de pareja por la escondida timidez que la hacía no salir cuando la invitaban a exposiciones masivas, a encerrarse a dormir temprano y levantarse con el canto de los pájaros de su jardín, a veces antes de que los rayos del sol iluminaran las cortinas. Sólo clareando. Y a trabajar con los materiales en vez de estresarse con el tráfico imposible de ciudad adolescente, en una etapa de exagerado crecimiento que la hacía adolecer de todo: falta de espacios para caminar, escuelas demasiado atestadas, rentas subidas hasta el cielo, comida cara en los supermercados, filas hasta para los cajeros bancarios alejados del centro, falta de agua por las mañanas, súbitas bajones de electricidad, entre los signos más evidentes.
Es un escultor como yo, pensó, quiere venir a mi casa a ver cómo trabajo y vive en mi ciudad. Entonces ella se interesó.
Entró en su Muro. Su súbito salto a la pequeña fama citadina se debía a una serie de figuras tersas de niños y adultos en pacíficas posiciones domésticas: niño jugando con un velero en un charco, madre tarahumara con su pañoleta ondeando al viento arrullando a un minúsculo bebé, joven sentado frente a una imprenta tradicional, con su mano sobre un juego de logotipos de plomo. Todo en madera de pino,  fácil de tallar y  limar. Situaciones típicas que era seguro venderían. También una mujer madura frente a un comal lleno de gruesas tortillas llamó la atención de ella. Era de cara fina, joven y de firmes carnes a la vez. A diferencia del resto de las piezas publicadas, no había gustado tanto en el FB. A ella fue lo que más le gustó. Evidenciaba constancia y trabajo disciplinado.
Entre otras cosas que ella encontró en su FB, se dio cuenta que en unos días más inauguraría una exposición de piezas en su ciudad natal. Ella dio un “me gusta” en el anuncio, como iniciando un diálogo que ella pensó podría ser fructífero entre ambos.
Pero no pudo dejar de observar que la mayor parte de los “me gusta” que había en sus fotos eran de mujeres, no solo de su ciudad, también de otras partes del país,  e incluso de lugares tan lejanos como Turquía y Estonia. Y no eran lugares inventados, pues las mujeres hablaban en su idioma nacional en los comentarios que le hacían.
Bueno, pensó la escultora, todos tenemos amigos. Y nos gusta que nos comenten. Anotó la fecha de su próxima exposición y se prometió acudir, no tener timidez ni miedo a la gente extraña ni a la gente conocida que siempre tenían cosas qué preguntarle que ella no quería contestar: ¿cuándo vas a tener tu próxima presentación, Rosaura? ¿es cierto que tienes muchas sorpresas qué enseñarnos? Le gustaba y al mismo tiempo rechazaba las exposiciones públicas de sus más íntimos sentimientos de temor y alegría, aunque ella misma trataba de ubicarse indicándose que las expresiones plásticas de sus pensamientos y emociones convertidos en arte adquirían otra dimensión, al exhibirse dejaban de ser personales para convertirse en colectivas, compartidas en la humanidad de quienes accedían a ellas.
Y Roberto, su “nuevo” amigo escultor, ¿qué trasmitía con sus piezas? Cierta serenidad, miedo a innovar, ojos para la belleza y cierta habilidad técnica. Y ganas de vender, sobre todo.
Ella pensó en sus deseos siempre relegados de conocer las Islas del Pacífico. ¿Se le harían realidad algún día con las ventas de sus esculturas que realizaba para expresarse, con materiales reciclables, con un lenguaje que ella a duras penas se entendía? Quizá no las vendería, pero no podía hacer las piezas de otra manera. No podía repetir, ni siquiera sus propias obras, no podía mentir para halagar y ser comprada para finalmente servir de pisapapeles en algún escritorio elegante o detenedor de libros en un librero con pocos libros y un gran aparato de sonido.
Ella esculpía para asombrar, impactar, deleitar, poner a pensar, mandar mensajes escondidos de sí misma, atraer, incluso excitar. Nunca para complacer o ser pasada por alto.
Roberto era diferente a ella, quizá podrían hacer buena pareja e irse a viajar juntos por varios meses a Papúa Nueva Guinea para aprender ella a hacer esculturas ella con cáscara de coco y él con alguna madera fina nunca descubierta por ningún artista plástico hasta entonces.
Hasta entonces, el plan estaba casi terminado. Ahora sólo tendría ella qué acercarse a él y serían la pareja perfecta. Él la valoraría en sus cualidades especiales, él la promovería junto con sus propias y bien difuminadas redes de promoción cultural a las que se veía tenía acceso. Hasta beca de producción sin dar cuentas de nada, solo para producir obra, le podría ayudar a conseguir.
Se sintió amada, feliz de un futuro promisorio, lejos de la soledad que la rodeaba en su casa y animada para acudir a la presentación de su futuro amado.
Se fue a hacer una comida llena de verduras. Se compró una cerveza y, relajada, durmió a pierna suelta toda la tarde. La noche llegó lenta y salió a caminar alrededor de los condóminos en donde ella habitaba.
No tardaría en hablarle su hermana, a quien feliz le platicó de su nuevo casi pretendiente.
Unos días después, recibió una invitación a un Evento.  Era de Roberto: “La gente y sus cosas”, ya tenía más de mil invitados.  200 dijeron el mismo día que irían. Eso no quería decir que irían todos los que decían, muchos decían que sí sólo para halagar al artista y poder felicitarlo en el mismo muro del evento por sus actividades. Sí, “Felicidades” era la palabra más repetida en los comentarios. La mayor parte de los invitados eran de fuera de la ciudad.
Ella se fijó en eso. Menos mal, pensó, así no habrá tantas mujeres con quién competir. Además, yo seré especial porque ya quiere venir a mi taller a conocer cómo trabajo.
Pasaron los días, ella se metía seguido al muro de él y empezó a comentar con frases halagadoras y cortas, las piezas que él mostraba. Les hizo compañía a las otras amigas, pero no le importaba, ella se sentía halagada cuando, entre tantas respuestas que él otorgaba a sus comentaristas, a ella le dedicaba un post especial. “Gracias”, era la palabra que más se repetía por parte de él, y con ella no era nada distinto. Pero entonces no se dio cuenta.
Llegó el día de la exposición. Él agradeció de antemano en el Muro del Evento, pocas horas antes de inaugurarla, el apoyo otorgado por la Gran Benefactora del Museo donde presentaría su obra. Y la fina distinción de la compañía de vino blanco que donaba la caja de botellas junto con exquisitas copas, a cargo de la administradora del viñedo X, ubicado a 40 km de la ciudad. Y la atención prestada por la reportera del programa cultural de la mañana en la TV local, la más vista en la ciudad.
Rosaura dejó las noticias del FB y se dio dos horas para arreglarse concienzudamente. Pensó hasta en pintarse las uñas, pero era algo que no sabía hacer, pues nunca las traía crecidas de forma pareja. Se peinó con secadora el largo cabello crespo, puso especial énfasis en sus sensuales labios, usualmente despintados y resecos, se puso un blusón brillante que anchaba su delgada figura, se perfumó con el perfume más fuerte y sensual que casi no toleraba y salió a tomar un taxi, media hora antes de la fijada por el Evento.
Tenía qué encontrar lugar, de seguro se iba a llenar la sala y no alcanzaría a ver primero las obras, al lado de Roberto.
Llegó diez minutos antes. Roberto no la saludó, quizá no la reconoció por la desvencijada y maltrecha foto que había ella subido al FB. Andaba ocupado platicando con las autoridades y otros escultores más, que comentarían brevemente su obra, suponía ella, antes de cortar el listón inaugural. Esperó a que Roberto pasara cerca de ella para que la saludara. Él pasó de largo, dejando una estela de aroma a pino mezclado con musk.  Con barba bien recortada, los ojos verdes más brillantes que nunca y su cabello en una coleta, además de sus inconfundibles pantalones de mezclilla, aunque con saco tweed para la ocasión, se veía realmente atractivo, más que en la foto del perfil.
Ella vio otras mujeres, elegantemente arregladas junto a ella, la mayoría solas o platicando unas con otras. Y dos o tres artistas masculinos, conviviendo entre ellos. Decidió esperar a que el relajo pasara. Reconoció a Marisela, una vieja conocida y asidua participante de todos los eventos de artes plásticas de la ciudad
-¡Qué milagro que te dejas ver, gusto de saber de ti!- Marisela comentó.
Platicaron de todo y de nada, Rosaura sintió cómo el agujero en su corazón iba haciéndose cada vez más filoso. Quizá hablar la hiciera olvidar la decepción, aunque no se desencadenaba del todo, pues el escultor era el centro de la atención y no podría agradecerle que hubiese estado ella ahí para él, especialmente ataviada, especialmente alejada de su casa y de su taller y sus condominios.
La inauguración estuvo pletórica de aplausos, se repartieron las copas y el vino blanco corrió en abundancia. Rosaura bebió tres copas al hilo, ya se sentía más relajada. Las piezas escultóricas fueron lo último que le llamaron la atención a ella. Comunes, vendibles, brillosas, vendidas a precios altos.
De su puta madre, pensó, además de que no me hace caso, vende más que yo. Y además expone en este lugar tan selecto. Yo merezco estar aquí, no él, siguió. Le dieron ganas de orinar.
En el camino al baño, se encontró con Roberto. ¿Rosaura? ¡Qué bueno que viniste! Mucho gusto en conocerte, me alegra que estés aquí. ¿Vas al baño, verdad? ¡Adelante! Por aquí estamos…
Se alejó para perderse en un grupo de señoras que lo esperaba para las fotos. Cuando Rosaura regresó, una tras otra se dejaba abrazar por el expositor, haciendo refulgir sus joyas con el flash de las cámaras digitales. Lo rodeaban y las besaba, una a una.
Era demasiado para Rosaura. Se había acabado el vino, además. Se enfiló a la puerta de salida.
-¡Rosaura! ¿A dónde vas?- le dijo Marisela, alcanzándola.
-A mi casa, ya me dio sueño-  fingió.
-Vamos, hay una reunión en un bar cercano, Roberto nos invitó, vienes conmigo.
A duras penas accedió, luego de insistirle varias veces.
Fueron diez los que se sentaron en un bar que estaba a la vuelta. Rosaura recuerda haberse sentado lejos de Roberto, quien muy animado comentaba haber sido invitado a llevarse sus obras a una exclusiva galería del Distrito Federal. Roberto la invitó a tomar algo, junto a los demás, pero Rosaura se negó a tomar nada, alegando estar tomando medicinas.
Rosaura fingió una plática animada con una pintora y promotora de arte de San Miguel Allende, mientras escuchaba con dolor la alegría de Roberto.
Pasó una hora, y cuando la sanmiguelense decidió marcharse debido a lo largo del camino hacia allá desde la ciudad adolescente, Rosaura se levantó con ella. Entonces tres artistas más se despidieron también, incluida la patrocinadora del viñedo que no disimulaba su completa atención hacia el artista.
Marisela hablaba más alto de lo normal, ahora platicaba aparte con uno de los escultores, sus rodillas se tocaban. Roberto se levantó, las acompañó a la puerta y regresó.
Rosaura caminó a su coche. Me lleva la chingada, por qué me quedé en el bar. Son casi las doce de la noche y mañana estaré  emputada todo el día, tanto que tenía qué hacer en el taller, tan mal que me fue con este cabrón.
Llegó a su casa. Un mensaje de su hermana la felicitó por salir de su casa alguna vez. “Imagino que te fuiste a la expo de tu amigo, espero que te diviertas mucho”, le dijo.
A su pesar, durmió profundamente. Despertó entera, contenta de haberse dado cuenta de lo que en realidad Roberto quería, que ella sólo fuera una de sus muchas fans, que a ella le doliera ver cómo le iba bien a él, o… ¿qué era lo que él realmente quería?
Acudió a su taller. Dibujó con trazos rápidos un boceto. Armaría un corazón con aserrín de pino, le incrustaría un gran anzuelo de pescar y lo colgaría de alguna computadora inservible. Al montaje le llamaría “Un corazón sin gente”.


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