Ofelia me invita al rancho de sus papás. Iremos con sus dos hermanos
mayores, que acostumbran cazar. Mis
papás me dejan ir. Después de unas polvosas horas de camino en la parte de
atrás de su troca, llegamos en la noche
a una casita abandonada, en medio del desierto. Ofelia baja sus mochilita, yo también.
Trini y Beto nos señalan el cuarto donde dormiremos Ofelia y yo. Es una
cama con un colchón sin sábanas, todo gastado pero no roto. Yo lo veo y
descubro con horror que está manchado. Me acerco y veo con el débil resplandor
del foco de la entrada que son líneas gruesas y delgadas de sangre seca. No
tienen cobijas y debemos acurrucarnos ahí. Ellos se irán de cacería y dormirán
afuera.
Yo no me puedo acercar, ni siquiera animada por Ofelia, que parece
acostumbrada a dormir ahí. Beto, desde su altura, le dice a mis asustados diez
años que la sangre seguramente la escurrieron vampiros de paso por la recámara.
Me asusto más, pues no sabía que escupieran sangre y menos sobre los muebles.
Quedo pegada a la pared por mucho tiempo, viendo a Ofelia dormir como si nada,
hasta que el sueño me vence y me acurruco en la orilla del colchón, en donde
hay menos rastros de sangre.
Duermo mal, despierto seguido. Espero ver volar los vampiros por el
cuarto, abierto por sin puerta hacia un
amplio porche. Peor aún, escurrirme la sangre que me habrían de chupar mientras
estoy dormida. Por eso quiero estar alerta a cualquier aleteo, rumor, viento o
líquido que pudiera caer del techo. El desierto tiene ruidos extraños, me
asusta hasta el cantar de los grillos.
De mañana, salimos y vemos a Trini y Beto dormir en catres en el patio,
no sé si cazaron algo. Yo observo el colchón: se ve más horroroso de día que de
noche. Cuántos vampiros, pienso, para tanta sangre. Y yo en medio de ella.