Era domingo. Caminé con la
bolsa de mandado hasta el tianguis donde se vende de todo, desde
componentes de computadora hasta repuestos
de martillo, desde granos por kilo y nopalitos recién cortados, ropa y
zapatos,
gorras y trastes.
Ya había dado varias vueltas en la calle hecha un gigantesco
tendedero, cuando vi un pequeño grupo de gente alrededor de un puesto. Una muchacha sacaba
cosas de una van vieja y la gente las
estaba agarrando. Se veían muy interesados, así que caminé hacia ellos.
Me acerqué. Todo a 30 pesos, doñita, dijo un hombre joven
ya entrado en kilos, mientras tomaba otra bolsa y la dejaba en el suelo; era de
cuero, acabada, pero todavía de buen ver. En una manta que habían desplegado en
el piso estaban apilados cds, trastes de cocina, zapatos con dibujitos y
canastos de mimbre delgado pintados de verde, con una cinta que
culminaba con un moño. Apiladas en la orilla, una pila de sábanas rosas
sostenía varias servilletas de cocina.
Atrás de la lona con cosas pequeñas, dos muebles de oficina
gastados soportaban varias computadoras usadas, y encima de ellas había dos
teléfonos usados también, una caja con plumones y lápices y varias impresoras
empolvadas, no tan antiguas.
La vendedora seguía sacando cosas de la van. Una señora le
arrebató un sartén, se lo mostró a su esposo que cargaba con un niño en los
hombros y al asentir el esposo, ella sacó tres monedas de diez y se las entregó
al vendedor.
Las bolsas, entre ellas maletas y una de computadora, se
alineaban pegadas a los escritorios.
Me interesó la bolsa de cuero, semigastada y grande. Se
parecía a la que uso cuando voy al centro y rondo por las calles mientras espero que salga
mi hijo de la escuela.
Las bolsas, dijo el encargado, nomás treinta pesos por ellas.
Tomé el bolso, lo cargué y me gustó. Pensé que muy bien podía ser mío.
La regresé, no traía dinero para comprar, además mi casa
estaba llena de ellas.
Me fui a la pila de discos. La música de Bach, el concierto
de Brandenburgo, uno de mis favoritos, era el primero del montón. Luego Vivaldi,
Brahms, Beethoven, Mariachi mexicano, Luis Miguel, Baladas de Ana Gabriel, Chicago,
Air Supply, completaban la pila. Ni Jazz, ni Bossa Nova, ni Los Temerarios ni
Menudo, tampoco música metálica. Esos discos podían haber sido míos. Volteé a
ver una caja de cassetes, como los que tengo en mi casa y me niego a tirar o
regalar, a sabiendas que están descontinuados.
A un lado de los discos, un par de pantuflas semiusadas
mostraban una mano bordada con un signo de “arriba” en cada una, naranjas, ni viejas ni nuevas, a medio disfrutar.
-Oiga, ¿de quién son estas cosas?- pregunté a los dueños del
puesto.
-Son de nosotros, dijo ella mientras veía con los ojos fijos
a su esposo-. Nos cambiamos a una casa más chica y tuvimos qué vender todo
esto.
Vi el pie de ella, dos números más pequeño que las
pantuflas. Me dio miedo imaginar qué pasó en realidad con esa mujer, porque
sólo eran cosas de mujer adulta. Y
también saber que yo estaba participando en ¿qué?
-Oiga,
esto no es de ustedes, a esta mujer la robaron, no podría abandonar
estas cosas- dije, pero mi voz no se alcanzó a escuchar entre el
alboroto de otras
mujeres discutiendo el precio y arrebatándose un impermeable gris que
salió de
la camioneta y qué terminó en las manos de una joven que ya tenía un
brazo con
una bolsa llena de plumones y un pintarrón.
El ruido se fortaleció cuando la vendedora sacó una
cigarrera de cuero rojo, como la que me regaló mi abuela hacía veinticinco
años, llena de monedas viejas. Entre el
vendedor y el esposo que cargaba a su hijo en los hombros, abrieron la bolsa.
-Es plata, hombre, -le decía el papá del niño al encargado,- por estas
te dan mucho dinero en los bancos, no las vendas aquí.
Dos señoras canosas se peleaban
por una guitarra española, como la que mi papá me regaló.
-De seguro a esta mujer la mataron, quedó abandonada su casa
y luego se la vaciaron-, dije más fuerte pero nadie me escuchó.
Floté entre las bocinas para computadora. Estaban con todo y
conexiones. Sí sirven, dijo el vendedor a un muchacho que alcanzó a agarrarlas
antes que otro.
No fue difícil caminar entre la gente. Tampoco entrar a la van
a ver qué más cosas faltaban de
sacar. Ahí estaba una caja de novelas como las que tengo en mi librero. Y
en otra caja reconocí la Historia del Capitalismo en México,
de Enrique Semo, forrado con plástico.
Ningún vendedor respondió a mis quejas, estaban muy ocupados
lidiando con las personas que les arrebataban las cosas de las manos. A
treinta pesos.
Me
dieron náuseas, vomité palabras de horror y dolor sobre
la gente, que como una jauría de perros hambrientos, compraban
sin cesar. El robo y la muerte pendían como una gran maldición sobre ese
momento, esto me podría pasar a mí, me pasará a mí, ¿me pasó a mí?
Quizás el fantasma de la mujer rondaba por ahí y me tocó.
Ver
sus cosas arrebatadas por extraños, cosas que fueron su vida y su
entorno fue triste, no lo soporté más y me alejé caminando.
Mis pies no tocaban el suelo, mi carga de cosas usadas en la bolsa no pesaba.
Mi llanto se confundió con la lluvia.
Mis pies no tocaban el suelo, mi carga de cosas usadas en la bolsa no pesaba.
Mi llanto se confundió con la lluvia.
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