domingo, 31 de diciembre de 2017

Migrantes de regreso. Viaje a Jalpan y Xilitla 3



Yo ya lo había decidido. No me quedaría otra noche en la sierra, así desde el jueves en la mañana que salimos del hotel, entregamos las llaves. Ya en Xilitla, a la una y media de la tarde, era hora de encarar la peligrosa carretera y darme el espacio y el tiempo para estar a primeras horas de la noche en Querétaro.

No importa dónde andes, no importa lo interesante y atractivo que pueda ser ese lugar, en algún momento quieres regresar a casa. Esa sensación me gusta, me dice que ya tuve suficiente de novedades y que es tiempo de comer de mi cocina, dormir en mi propia y mullida cama y salir a caminar hacia mis vecinas tienderas para que me surtan de lo necesario.
Niebla con sol de frente en Pinal de Amoles.
Calculé que como a la una se iban a reunir en Adjuntas las caravanas de los migrantes, para  mi hora de partida estaría libre la carretera.
Arrancamos a las curvas ya sin neblina, rumbo a Landa de Matamoros, municipio limítrofe con SLP. Había tráfico pero el normal, supongo, con carros portando placas de varios estados que en Querétaro no se ven, como Tamaulipas, Veracruz, Texas… Acunados por el peralte caminero, la frondosidad iba disminuyendo conforme nos alejábamos de las nubes. Y de repente nos detuvimos, parecía que al frente algo había sucedido –accidente, lo más probable- y no había forma de avanzar. Era la primera vez que algo nos imposibilitaba el tránsito en este viaje. Íbamos a vuelta de rueda, y en una recta vi una fila interminable de carros al frente, y también detrás de mí.
El “accidente” era grave, pues circulaban patrullas en sentido contrario al nuestro, y luego ambulancias. Yo llevaba un cuarto de tanque de gasolina, suficiente como para llegar con tranquilidad a llenar a la entrada a Tancoyol o hasta Jalpan. Pero el tiempo pasó, y la lentitud era tal que debí acostumbrarme a ella para no desesperar. Varios carros adelante, en el único carril de ida, alcancé a ver una camioneta gigante, con gente en la cajuela portando una bandera de México, que ondeaba a pesar del soporífero aire húmedo.
Caí en la cuenta. Estábamos en la caravana hacia Jalpan, la de los migrantes de EUA, iban a celebrarse pues ese era su día. Y si, se les unían cada vez más carros, los estaban esperando a los lados de los caminos que venían de comunidades. Cada vez más larga, cada vez más lenta.
Y la gente que tiene sus casitas al lado de la carretera, estaba afuera, viéndolos, viéndonos también a los paseantes atrapados en la larga fila lenta. Varios se me adelantaron, en filas largas también, queriendo meterse frente a mí, metiéndose en el sentido contrario. Pero se detenía el flujo cuando venían carros, clavandose entonces casi a fuerza en la fila, para no estorbar. Y dos horas después, antes de llegar a Landa, serpenteaban sus vehículos, jugando y haciendo piruetas con su volante sobre el camino. También quemaban llantas, sobre todo si en las orillas de la carretera había gente con celulares grabándolos. Y se bajaban a la terracería a hacer arrancones o nomás desgastar sus neumáticos para levantar polvo y enseñar qué fregones son (sus carros, ellos, su dinero ganado, qué se yo).
Había carros deportivos (de los ochenta o noventa) rehechos, camionetas gigantes, blancas sobre todo, trocas altas negras llenas de chavos y camionetas más humildes, de los noventas, con familias y señores cubiertos con gorras de béisbol y chamarras de mezclilla, algunos con y muchos sin placas. Un trayecto normal de 45 minutos lo hicimos en dos horas, yo con el carro bien caliente y con la pura reserva de combustible, cuando llegamos a Landa. Temí que se acabaran los depósitos de la gasolinera pues muchos hicieron fila conmigo. Las camionetas más elegantes y nuevas traían a muchachas que parecían extraídas de cualquier ciudad, con dinero para pintarse el pelo de güero, las uñas rojas y los párpados negros.
Mis temores eran infundados, en Landa pude llenar el tanque y dejarlos pasar. Nos atendió  una señora solícita que en un puestecito sobre la banqueta, nos sirvió albóndigas, arroz, nopales, frijoles y sopa de verduras con pasta, una comida digna de un conocedor camionero, para tomar  pura Coca y café. Fui a una tienda cercana y mientras buscaba un jugo o peñafiel, escuché a un señor que hablaba y hablaba a la dueña de la tienda de las cualidades de una señora con su hijo de unos seis o siete años. Parecía que la estaba ofreciendo para que trabajara de sirvienta, de quedada. El merolico ensalzaba sus propias cualidades de hablador y pregonaba no sacar un quinto de la transacción. La futura sirvienta, bajita y con mejillas coloradas y cabello negro, asentía con ojos de adoración a la perorata del señor. Me contuve las ganas de intervenir y proclamar que no era una esclava, que tenía derechos y que nadie debía andarla ofreciendo.
Volteé a ver con detenimiento la cara de la tendera, ella se estaba convenciendo. El señor hablaba más y más y la mamá pasó la mano por los hombros de su hijito, esperanzada. Solo pagué y salí, Emi me aguardaba.
Después de comer, seguimos nuestro camino y no pasaron ni quince  minutos de camino y volví a encontrarme con la caravana. Ahora presumían más en sus vehículos,  pero a lo lejos vi Jalpan. Y me uní a quienes trataron de adelantarse, había varios caminos laterales disponibles. Media hora después llegamos a Jalpan, a vuelta de rueda. Era la fiesta comunitaria de recepción, más gente en las calles viéndonos pasar, más carros estacionados en la lateral. A un lado, unos policías discutían con un grupo de chavos, frente a una troca negra. Por eso eran las patrullas durante toda la caravana, para que no hicieran desmanes, y a alguien tenían qué castigar.
La “Playita” en realidad estaba a un lado del río, en la mera entrada de la salida a Xilitla. Ahí había multitud de carros de todo tipo estacionados, y chavos a su lado, presumiéndolos. Tatuados, con piercings, con camisetas sin manga, con gorras de béisbol llamativas. Y una fila larga para acceder al sitio donde tocarían los Huracanes del Norte. Muchos recargados en sus coches, ya echándose la cervecita que abonaría la fiesta. Y niños rodeándolos, niños admirándolos, y los braceros triunfantes dejándose contemplar.
Para entretenerme las casi cuatro horas que pasé incrustada en la caravana que inició en Xilitla, prendí la radio. Solo escuché una estación de radio, la 96.0 fm, a veces. Invitaba a ser bracero para irse a Sinaloa, a Nuevo León, a otro lugar (no dijeron dónde) pero había que llevar INE y acta de nacimiento y pagar mil pesos por ir… Ofrecían 180, 190 pesos al día, comida, bonos por productividad, alojamiento…
Así empezaron todos los que me rodeaban, sólo que quién sabe cuántos no regresaron, se quedaron en EUA, se fueron a otros campos agrícolas (como los de Sonora o Baja California)… A cuántos los agarraron los grupos delictivos como carne de cañón, a cuántos los tiene detenidos la migra gringa, en las cárceles de concentración. Tierra expulsora de migrantes, de braceros, que ese día mostraban su lado triunfante (¿?) con las camionetotas, los carros deportivos quemallantas, los tatuajes, el inglés chapuceado con el español.
 ¿Y los que no triunfaron? ¿Y el papá del niño cuya madre estaba siendo ofrecida como sirvienta?  Por más franquicias prohibidas, la globalización alcanza esa zona natural protegida por multitud de organismos internacionales, federales y locales. No se lleva las reservas naturales, pero se lleva su mano de obra, su fuerza joven de trabajo que a veces regresa con usos y costumbres diferentes, para integrarlos a los locales. Y manda dinero, mucho dinero a su familia que lo invierte en enseres, construcción, pocas veces en espacios que puedan generar fuentes de empleo duraderos para sí y sus vecinos.
Todo un fenómeno social que ha sido objeto de estudio de antropólogos, sociólogos, por lo menos de la UAQ, que yo sepa.
Atravesé con lentitud a Jalpan y me dirigí a Querétaro. El camino a Pinal tenía en el sentido contrario muchísimos vehículos, nunca a vuelta de rueda como me tocó en Landa. Ya lo sabía, iban a la fiesta del Migrante, a 150 pesos la entrada más un kilo de ayuda, para presumirse entre ellos, para pasarse consejos y por qué no, disfrutar de los Huracanes del Norte, de seguro música norteña.
Con la tarde, la neblina se hizo densa y me arrojó momentos de ceguera en plenas curvas cerradas y escarpadas, al filtrar e iluminar como caleidoscopio la luz del sol, sobre todo subiendo.
Antes de Bernal, pasamos terracería pues están ampliando la carretera a cuatro carriles, tramo Higuerillas-Bernal. En Bernal, de noche ya, me sentí a salvo. Camino conocido, sin tanta pendiente, muy arreglada y bien pintada.
Entramos a Querétaro por el boulevard Fran Junípero Serra, fundador franciscano de las misiones de la Sierra, creadas después de que los conquistadores entraron y arrasaron con los pueblos originarios de la zona, hace más de cuatrocientos años.
Los que llegaron a habitar allá después de la masacre, los que huyeron y luego regresaron, sus descendientes, todavía tienen mucho qué hacer. Y sus autoridades también. 

sábado, 30 de diciembre de 2017

Un laberinto resuelto. Viaje a Jalpan y Xilitla 2



En hora y media llegamos a Xilitla, después de cruzar tres letreros de diferente hechura que nos daban la bienvenida a San Luis Potosí, sobre la carretera de carril sencillo, llena de neblina.
El camino nos llevó al centro de la ciudad, que ya mostraba el crecimiento vegetal del liquen en todas sus paredes, pintándolas de negro primero y luego de verde. En una curva urbana no me resistí y compré café orgánico, de un aromático almacén que lo compraba y vendía. La bolsa de a cuarto a 25, la de medio a 50. Me llevé mi tesoro al carro, estacionado entre un canal de desagüe pluvial (que sustituyen a las banquetas) y una entrada al taller mecánico. ¿Cómo llegar al jardín? Los letreros me lo precisaron, solo había que atravesar el pueblo rebosante de vida que afloraba ante los primeros rayos directos del sol.
Siguieron las curvas aún sin salir del pueblo y un cajero Banorte me sorprendió a la orilla del camino. A su lado,  un comedor auspiciado por alguna red de apoyo al migrante (un letrero explicaba cómo), me invitaba a quedarme aún cuando todavía trajéramos tamales.
Bajando entre el verde jade fulminante (nunca nos abandonó el sol en Xilitla), pude ver a lo lejos entre la maleza, varios camiones y camionetas estacionados. Ahí debía de ser.
Unas muchachas morenas vistiendo y cargando ropa multicolor bordada a mano, se nos acercaron cuando di la vuelta a un lado de los camiones estacionados. Chiapanecas o oaxaqueñas, pensé, presentes donde hay turistas con dinero. La señal de la entrada decía Pozas 4, pregunté a un puestecito turístico de actividades acuáticas, si era para el jardín surrealista y sí, me metí por el camino empedrado.  
Tantos nombres para lo mismo, me dije. ¿Es lo mismo Pozas que el Jardín Surrealista? Jardín Escultórico, El  castillo de Eduard James… Carros estacionados me indicaron que también podía hacer lo propio con el mío, así que busqué un lugarcito y apresuré a Emi a bajarse conmigo, a acompañar a grupos familiares pequeños o de jóvenes que ya caminaban rumbo a nuestro objetivo. Emi, montado en sus propias fantasías que despliega para su disfrute, cuando está aburrido, se negó a abandonar la seguridad del vehículo. Ya lo ha hecho otras veces, así que no me asusté ni me detuve. Cargué lo necesario (dinero, cámara, celular) y me apresté a caminar lo que me faltaba, con las llaves de la marcha en la mano. Solo le advertí, cuando me iba, que si se bajaba a seguirme, asegurara todas las puertas.
Caminé tratando de no ver hacia atrás, me enfoqué en encontrar lo raro y diferente, siempre entre el follaje multicolor y brillante. La primera advertencia que encontré fue, al lado del camino, que no debían estacionar coches pegados a la ladera del cerro, pues había árboles en riesgo de caer, lo bueno es que dejé el mío del lado contrario. Una fila larga de todo tipo de personas, la mayoría con atuendo de turistas exploradores, me dijo que había llegado.
Avancé y encontré unas bancas con respaldos altísimos, en forma de barrotes gruesos y redondos. Las bancas eran de un gris negruzco y motes verdes con figuras sobre el mismo concreto de hojas gigantes. Tomé fotos y divisé en la colina del frente varias formas de concreto, como casas sin paredes, con soportes o adornos, con figuras delirantes de hojas de parra gigantes o puntas de espadas, qué sé yo si es que quiso parecerlas a algo conocido. Luego vi otra fila, para comprar los boletos, así que para allá me dirigí.
Emi me llamó por cel y me dijo que estaba bien. Yo conservé la calma y le indiqué que cuando saliera, caminara hacia donde me vio salir, que era poco el trayecto y que yo estaba al final. Volvió a hablar para decirme que se había quedado sin llaves y había cerrado el carro. Aquí tengo las llaves, ven a hacer fila conmigo para entrar a ver al castillo.
Junto a los otros conjuntos de bancas había puestos de comida, de artesanías, además de los existentes en el camino. Emi llegó caminando y tardó en localizarme. Vente, vamos a comprar los boletos. No, él solo quería las llaves y quizás asegurarse de que ahí estaba, que no me iba a ir a otro lado. Recogió las llaves y regresó. Me quedé con un poco de pendiente porque si les gusta mi carro semiviejo empolvado y son ladrones, se lo llevan con todo y mi hijo… Pero olvidé mis preocupaciones porque gestioné sacar descuento de pensionada sin credencial (la olvidé) y sólo me pidieron otra identificación, les entregué mi licencia de manejar y la hicieron válida. Me ahorre 35 pesos con ello, aunque el gusto de que me hicieran el favor superó al ahorro.
Entré por una puerta minúscula, casi nadie cabíamos de frente y había qué agacharse. Las tres escaleras para acceder, angostas y altísimas. Había la opción (siempre hubo opciones en los caminos de piedra) de ir por otro lado en donde la gente estaba haciendo una larga fila. Fiel a mi costumbre de evadir lo más posible las aglomeraciones, me fui detrás de unos jóvenes decididos, se notaba que ya conocían el lugar.
Para disfrutarlo había qué abandonar toda lógica. Anna en la selva de las maravillas viejas, desgastadas, inacabadas. Ni sola ni en un sueño, acompañada por pedacitos de relatos de los guías, que si Eduard James vivió hasta viejo aquí, que si un sonorense asentado en Xilitla le enseñó por primera vez el cerro con la cascada, que si los planos del arquitecto mexicano… Subir por escaleras de piedra, vislumbrar alguna construcción, a veces bajar con cuidado por lo resbaladizo de la humedad, llegar a muros enlamados, cruzar por entradas cuadradas, seguir subiendo y llegar cruzando entradas con arcos, a ver columnas gigantes que asemejan tulipanes, orquídeas en flor, sin flor… Al principio y hacia abajo, a la izquierda, al principio, un restaurante cobraba caro a sus comensales su estancia ahí, en uno de los pocos cuartos habitables de todo el conjunto. Seguí caminos, llegué a antiguas alberquitas que de seguro le sirvieron de baño, caminé por los senderos de piedra (con algunas piedras sueltas, a veces) y me sorprendieron castillos de bambú en concreto, a un lado de un pequeño bosque de bambús naturales que le superan en fortaleza y en altura.
Hice varios videos pensando en mi mamá, que a ella le hubiera gustado muchísimo andar conmigo y que ninguna fotografía podría mostrar el trance en el que uno entra cuando camina por ahí, entre la gente, llegando a edificios de varios pisos sin muros, con los techos que dan vueltas y van subiendo, en cuyo centro sólo se instalaron remedos de orquídeas en flor. Los junté y se convirtieron en media hora de deambular por los lugares, conmigo agitada y asombrada. Lo pueden ver en YouTube .
Me impactó saber (no quise saber mucho antes de recorrer el lugar, me gusta más descubrir y sacar mis propias conclusiones, pero lo leí en la presentación del lugar turístico, a la entrada) que el poeta y filántropo inglés tuvo un gran jardín con orquídeas, que se le quemaron en alguna helada y que, por despecho, quizá para nunca volverlas a perder, mandó hacer las construcciones en su honor. Edificios como loas a esculturas simulando esas flores raras y exquisitas.
Subí siempre, hacia la derecha, preguntando y procurando no resbalarme ni caer, tomando aire húmedo que me inundó la nariz, y a veces tomando video con el cel, cuando veía algo interesante. Todos los visitantes iban o venían, se quedaban sobre los techos, veían más, descansaban y tomaban fotos. Cuartos oscuros con puertas clausuradas, puertas triangulares o redondas. Caminaba y solo era esperar más sorpresas, como ese otro edificio, ya cerca de la cascada, con chimeneas en cada piso… Jóvenes cuidaban algunos lugares y a la gente, que temeraria quería aventurarse a subir, tocar, ver desde algún ángulo especial los cimientos sin muros, las orquídeas gigantes que alguna vez fueron amarillas o azules, siempre en contraste con el verde intenso dondequiera.
Después del palacio de bambú, llegué a las cascadas, a lo que es Pozas. La bella y ensordecedora caída de agua arribaba a diversos muros pequeños. Todo por el gusto de redirigir el agua. Al parecer, en tiempo de calor, los visitantes pueden bañarse ahí. Pero ese día fresco estaba anegado de gente nomás viendo, quedándose frente al agua pura y corriente, atrapada en esa atracción que nos ejerce cuando es natural y gratis y no es tuya y hace muchísimo ruido y te moja el cuerpo con la brisa y sólo observas cómo se va, sin detenerla, feliz de no ser tuya ni de nadie sino de la tierra.
Al regresar, llegamos a una terraza al aire libre con su respectiva orquídea gigante con rastros de color rojo, esta sí lucía, frente a la cascada. Imaginé que ahí haría su fiesta de inauguración de la primera parte de su obra, se prestaba como para mucha gente elegante tomara vinos y canapés frente al esplendor acuático. Pero para llegar ahí, lo supe de regreso, había que subir tres escaleras bien altas otra vez, y volverlas a bajar. ¿Prueba de esfuerzo y de juventud a los visitantes? Sólo él podría decirlo. Al final, creo que ni él podía circular por todo lo que construyó.
Regresé al camino, a mis obligaciones maternales y a la lógica espacial, sólo bajando por las veredas de piedra, nunca a los lados y menos hacia arriba. No me pregunten cómo, pero terminé caminando por un techito (sin protección) sobre la más larga fila de visitantes que quería entrar a perderse, a maravillarse, a empaparse de humedad y sudor como yo ya venía. Algunos voltearon a verme con asombro. Yo seguía a una muchacha que sabía lo que hacía, así lo demostraban sus movimientos.
Entregué mi pulsera electrónica y respiré profundo, secándome el sudor o la humedad del cabello. ¿Y Emi? Calma, no ha hablado. Caminé de regreso y entre los puestos me sorprendió una niña dibujando papeles de cuadernos tamaño primaria. “Se vende dibujos”, aseguraba otro con letras de colores asegurado en el piso con una piedrita.
La inspiración es contagiosa, me dije, alegre. Volteé a ver hacia abajo del camino, más construcciones alocadas se negaban a ser vistas por una reja con cadena y candado.
Emi me vio y me saludó alegre desde el carro. La música a todo volumen que conectó a las bocinas desde su cel, me dijo que todo estaba bien, que alejarnos fue necesario.
Que perderme hora y media y regresar empapada de gusto, de esfuerzo, de locura, era lo que necesitaba, que por eso había hecho el viaje, entendí que esta era mi meta y la había logrado. 
Ahora, a regresar a Querétaro.

MAÑANA: Migrantes de regreso.