martes, 15 de noviembre de 2016

Aprendiendo a revisar mis textos: un ejercicio de paciencia.

No hay nada romántico en la revisión y  corrección de los textos que uno escribe y quisiera ver publicados. Nada de emoción, nada de soltarse la greña o seguir ese filo inconsciente que se asoma cuando la pluma es llevada por el impulso mágico. Se supone que una escritora vive referida a sus ocurrencias –lo cual es cierto, en parte- pero la autocrítica,  la lógica, el ordenamiento, la gramática y sintaxis  y  las reglas de estilo, también forman parte de su oficio.

Después de varios meses de dejar reposar una novela, en mi caso, me apropié de la vena asesina que aflora cuando mato a uno de mis pollos. ¿Mi herramienta? La sección de “revisar” de Word, con sus tachados, correcciones, globitos para hacer comentarios mordaces al calce y mucha, pero mucha concentración. Y café, agua, té chai, café descafeinado, vitaminas y más agua, en ese orden.

Ya llevo dos meses estudiando cómo despojar de sus aristas filosas e inadecuadas a mi texto. Me regalé pacientemente la lectura y hechura de los ejercicios del manual “Escribir ficción” de la escuela de escritores de Gotham, viejito pero muy útil. Y me dediqué a fondo.

 Y descubrí muchas cosas de mí.

Para empezar, que odio corregirme, quizá pienso que soy una chingona escribiendo en modo semiautomático, lo cual quizá está bien para un primer borrador. Que luego he ejercido una negación complaciente que me hizo publicar mi libro de relatos a medio corregir, pensando que todos irían a ver lo padre que escribo, pasando por alto los errores. Me dicen que sólo los reporteros  escriben y publican, casi sin cambiar nada. Oh descubrimiento, pues eso fui en mi otra vida, y las malas mañas son las más difíciles de erradicar.

De mi libro de poemas (el primero) no tengo queja, pensé tanto en autopublicarlo que quité y recorté poemas, los acomodé y los reorganicé tantas veces que me salió un libro que me gusta mucho todavía.

Después de la publicación de mis relatos me di cuenta que había que corregir, así que recurrí a una experta. Entregué  mis siguientes tres novelas cortas a su hábil mano, lo cual salió bastante bien. Hasta que en mi última novela  -que no sé si publicaré algún día o no- el tema, el desarrollo de los personajes, el suspenso, estaban tan malos que ni su inteligente  acción la pudo mejorar. Eso lo sabía yo.

Entonces, todo se derrumbó dentro de mí. DEBÍA aprender a corregirme, a reconocer en qué había fallado y dar marcha atrás, hacer borradores nuevos y/o mejorar el ya hecho, revisar el guión sobre lo ya desarrollado, preguntarme a dónde voy, qué quise decir, incluso sin saberlo.

Esta última novela me ha sentado en la necesidad de desarrollar otras habilidades referentes a la escritura que yo pensaba ya las tenía. Pero la negación era muy grande. ¿Cómo, después de cinco libros con un relativo éxito de ventas, hasta donde alcancé a promoverlos, seguiría necesitando corregirme más y revisarme?

Es que me dormí en mis laureles. Me trepé a un ladrillo y me sentí la reina de mi creación. Pero siempre he querido hacer diferente cada novela, así que en esta última investigué más, quise meter poesía y otros menjurjes. Me salió forzado, sin ton ni son, soso para leer. Y si yo lo digo, que soy la autora, ¿qué dirían otros lectores?

Y el Manuel diciéndome con tono medio enojado que si por qué no corrijo lo que hago;  él tuvo que corregir mis crónicas, yo se las mandé tal cual las había publicado hacía veinte años. Y me entero que un editor moderno no corrige tus textos, tienes qué mandárselos lo más limpios posibles, pues bastante trabajo tiene con la impresión y la mercadotecnia.

Al reposar mi última novela me pregunté por qué no soy igual de cabrona con mis escritos como lo soy con lo que leo. No tolero frases de más, vericuetos innecesarios, lugares comunes, verbos dilatados… a menos que sea un estilo, y bueno, conozco estilos barrocos como los de Alejo Carpentier, Fernando del Paso, Fernando Lezama Lima…  una maravilla, sus escritos están hechos con un garbo y una cadencia inigualables.

Pero no, no es mi estilo, por lo menos en mis novelas me gusta ser simple, directa, a lo que voy.

Ahora me encuentro corrigiendo y reelaborando el guión, en un segundo borrador con base en el primero. Si no me gusta, haré nuevamente otro borrador. Y eso toma tiempo, dedicación, la parte lógica del cerebro y litros y litros de café por las mañanas.

Disciplinar mi mente ha sido lo más pesado. No debo ser la ligera mariposa que anda de picaflor. Soy una elefanta que emigra cada año de un terreno a otro, llevando a toda su familia consigo. Sabe en qué época del año hay cuáles frutos y vegetales y en dónde se inunda para dar paso después a los pastizales. Y camina días y meses, a veces sin alimento y con poca agua. Pero la recompensa es grande. Sobrevive ella, sobrevive su familia y ella misma, mantiene unidos a los suyos y los ve crecer, fuertes y lozanos.

No se distrae, piensa en lo importante y deja lo urgente. No se desvía del camino y su intuición la resguarda de seguir falsos caminos o exageradas atracciones.

Mis pasos ahora son lentos pero seguros. ¿Terminaré y haré algo publicable? No lo sé, pero sé a dónde me dirijo y hacia allá voy, por más difícil y árido que parezca el camino. No voy sola. Esta temporada me ha hecho más fuerte, reflexiva y definida en mi vocación. No son peritas en dulce, de eso estoy segura. Detrás de cada libro hay mucho trabajo, no sólo físico, también vital.

También he pensado que soy una persona de dos mundos, como Tarzán, pero de eso te platicaré en otra ocasión.