martes, 17 de febrero de 2015

Tu otra vida

El viento me trae unos ladridos a casa. No sé si eres tú pero siento como si fueran tuyos. Son de perritos --porque un ladrido agudo de seguro viene de una garganta pequeña-- encerrados, ansiosos por salir a correr entre los carros, husmear la basura caída de la colecta diaria u orinar sobre la miada de otros.
Ellos, como tú lo hiciste, ladran a quien se acerca  su reja. Defienden un territorio que en realidad no les pertenece, pues están de paso en esa casa cuyos dueños han accedido a dejarlos vivir en ella.
Alucino perros encerrados, desesperados, enojados por un encierro que no les cabe en el corazón. Por eso, los más grandes, agreden furiosos a quienes caminan por su banqueta: la envidia es canija, lo sé.
¿Cómo pasamos de integrarlos a nuestra vida seminómada, hace miles de años, de una convivencia en donde ambos, ser humano y lobo, ganaban...  a mantenerlos cautivos, comiendo polvos químicos añadidos de saborizantes, a veces amarrados toda la vida a una cadena en un patio aislado?
Lloro por ellos, lamento así también que me hayas abandonado. Lo lamento por mí, no por tí.
Supe que te adoptó un señor semivagabundo que siempre anda por la calle en bicicleta. Y que te trae amarrada a ella, a ti corriendo, como siempre te ha gustado vivir. Y te vieron contenta, mucho.  Creo que en otra vida fuiste maratonista, quizá una gacela o un dingo, pues siempre quisiste andar de vaga y yo, la sedentaria de mí, prefería un buen libro o una buena película que sacarte a caminar dos horas diarias, que no te eran suficientes, además.
Nunca tuve corazón para negarte ese exquisito placer que era para tí escaparte de casa e irte a visitar a tus amigos los taqueros, de noche, y tu otro amigo queridísimo, el hacedor de carnitas, que siempre te recibía con un gran hueso grasoso de puerco que apenas podías sostener con el hocico y que traías a casa para enterrarlo en tu rincón favorito del patio.

¿Cómo ibas a querer mi comida si afuera, en la banqueta donde estuvieron los taqueros, quedaban restos minúsculos de pastor, bistek o suadero?
 Y fui advertida, que te podían atropellar, pues atravesabas sin miedo la Gran Calle para visitar el puesto de tacos oaxaqueños.  Y la señora de los tamales me dijo hace un año que sí te aventó un carro, que te quedaste tirada un ratito y luego te levantaste como si nada. Te revisé ese día, porque siempre regresabas y me ladrabas a la puerta, y traías dos dientes frontales flojos. Te los sacó la veterinaria. Y de ahí tomé medidas para ya no dejarte salir sola. Y tu te enojabas conmigo cada vez que abría la puerta y no te dejaba salir. Te enojabas con mis hijos, cada vez más.
Hace unas semanas me quebré la muñeca, defendiéndote de un bulldog. En parte tu provocaste el incidente, pues lo agrediste para que dejara de jugar contigo. Yo te cargué para protegerte y el perro se nos echó encima a los dos; yo caí sobre mi muñeca y el perro, al vernos tiradas, ¡se fue!
De ahí las cosas empeoraron. Yo la pasé mal la primera semana, enyesada y conmocionada por el evento. Ya no podía sacarte a caminar, tú encontraste el modo de escapar y... un día no volviste.
Te he llorado, tu sombra aparecía de cualquier cuarto, fugaz como las piedras a los lados del camino cuando manejo rápido. Tu ser tardó en abandonarnos y habitar tu nuevo espacio, que has adoptado sin culpa ni sentimentalismos. 
¿A quién le beneficiaba tu estancia en mi casa? Estoy cada vez más convencida que a mí, que tu naturaleza salvaje sufría la domesticación, a pesar de que disfrutaste lo disfrutable de tu estancia conmigo: ¿qué puedo decir de tu alegría contagiada de la mía cuando bailábamos música tropical? Aprendiste a pararte en dos patas cuando me veías aplaudir el ritmo, me consta que te encantaba.
¿Pero tenías vocación de ser mi eterno juguete, mi princesa entronada (sabías que siempre la reina sería yo)? 
Con una independencia envidiable, buscaste una situación de vida que te hiciera feliz. Creo que ni siquiera lamentas habernos dejado, aunque estoy segura que cuando nos veas, si es que llegas a hacerlo, brincarás de alegría pero... quizá elijas quedarte con el señor bicicletero, aunque te tenga durmiendo en el patio o debajo de un puente o en una casa de cartón... quizá pegado a él, aunque lo llenes de pelos blancos.
Por eso ya no te busco. Solo de repetir la historia, me vuelvo a entristecer. Ojalá y sea cierto lo que me dijeron las peluqueras del barrio, que te trae ese señor. Ojalá pueda volver a verte y acariciar tu frente, desearte feliz vida y bendecir a tu nuevo dueño.