lunes, 15 de septiembre de 2014

Nuestro crisol cultural y el nacionalismo. ¡Viva México!

Desde niña me dijeron que México era mi país, que debía ser mi orgullo y que en el mundo yo sería identificada como mexicana. Me aprendí desde el kínder el Himno Nacional, me ponía ¡firmes! cuando hacíamos honores a la bandera mexicana y , a pesar de estar en escuela de monjas, leí la historia de la fundación de Tenochtitlan con asombro y con veneración a los morenos hombres que fundaron lo que sería después el cimiento de la Ciudad de México, capital de Mi país.
Luego me hicieron estudiar acerca de Sonora, mi tierra chica -creo que fue en tercero de primaria-, su geografía, orografía, grupos indígenas (ahora se les llama grupos originarios) y los nombres de los municipios, es lo que recuerdo.
Cuando estudié historia de México en los niveles superiores, empecé a entender las contradicciones y ambivalencias que me rodeaban. A veces escuchaba que se les decía "indios"y "guachos" de manera despectiva a la gente que venían "del sur" del país a trabajar en los campos agrícolas de la costa de Hermosillo. Y se les veía mal, se les trataba mal y se les pagaba peor. Pero en abstracto, mis libros de texto decían que eran nuestras raíces y debíamos estar orgullosos de ellos. En la realidad, mi abuela mexicana me aconsejaba no exponerme demasiado al sol, para no ponerme morena, no me fueran a confundir.
Los danzantes (concheros) chichimecas en las calles del Cerro de San Gremal en Querétaro, México. (fotografia de Anna G. S., 2008).


Y los trabajadores que veíamos en la calle en Hermosillo se parecían a los señores morenos de las pinturas de mi libro de texto, orgullosos representantes de la "raza" mexicana. Solo que los reales eran más bajitos, más delgados y sus caras más redondas.
Escuchar la tesis principal de "México profundo", de  Guillermo Bonfil, de labios de mi compañero de vida que en ese entonces trabajaba en el Instituto Nacional Indigenista, me corroboró mis pensamientos.
En el mar de contradicciones en los que vivimos los mexicanos, una cultura milenaria, muchas veces negada y supuestamente enterrada, aflora en nuestras raíces. A pesar de que hablamos español, vestimos comos los occidentales y nuestro estilo de vida tiende a emular el consumismo industrial urbano, por nuestras más sutiles actitudes palpita lo que verdaderamente nos integra como ciudadanos de esta tierra.
Identifico mis verdaderas características como mexicana, independientemente de que no me guste tomar tequila, aguante nomás unas dos o tres canciones en mariachi y me siga cimbrando cantar el Himno Nacional, aunque ya se me haya olvidado la mayor parte de los párrafos. No soy religiosa, pero sé que también nos caracteriza una elevada religiosidad y un apego a los ritos católicos, muchas veces integrados sincréticamente con las creencias religiosas que ya se tenían en la época precolombina.
Encuentro que me parezco a mis conciudadanos por mi apego a la familia, por la sensibilidad musical, por el gusto que tengo por la comida realizada con ingredientes locales,  por el lenguaje español y el entendimiento de sus recovecos cortesanos. También identifico una salvaje alegría de vivir que a pesar de los problemas, sabe "echarle ganas" y salir adelante en las buenas y en las malas. Pero no quiero generalizar, pues como seres humanos habemos de todo, como en todo el mundo.
Hoy fui al centro histórico de Querétaro a hacer algunos trámites, y el redoblar de los tambores del cerro de la Cruz me atrajo. Ahí vi lo que cada año atrae miles de espectadores: danzas en honor a la Cruz, realizadas por habitantes de los barrios de la ciudad de Querétaro, principalmente. Realizaban rituales que claramente reflejaban un seguimiento de una tradición que se ha enriquecido y adornado con creencias y vestimentas modernas pero que está lejos de perecer, pues se ven niños y jóvenes bailando y tocando los diversos instrumentos, principalmente tambores, junto a los personajes de mayor edad y rango de  los grupos de danzantes.
No solo ellos eran espectáculo, también los propios espectadores éramos parte de de todo, habíamos de todas las edades, solos o acompañados con sus familiares, madres, esposas, esposos, hijos. Éramos testigos de algo que comprendíamos y no a la vez.
Pero era sobre todo la cultura viva que saca sus orígenes ancestrales y los muestra, se enorgullece de ellos y domina un espacio antaño ocupado por coches y apurados transeúntes por las plazas queretanas.
Estabamos viviendo un tiempo en donde las horas no importan, tampoco el año del calendario o en dónde vivimos, qué comimos o cuál es nuestro trabajo. Los pasos dancísticos eran los mismos, quizá la estructura de los trajes también. El copal se quemaba en braseros en el centro de la plaza pero así había sucedido hacía diez años, quizá cincuenta, quizá hacía quinientos años con otros dioses a los cuales presentar tributo.
Más allá de los ritos políticos de la identidad mexicana como el "Grito" en todas las plazas del país, celebro la continuidad del orgullo cultural, que me atraviesa cada vez que acudo a presenciar eventos como el de los concheros.
Entiendo las contradicciones que se  presentan en mi persona, el crisol de diversas culturas que confluyen en uno de los países más diversos del mundo. Y sé que es la dignidad, el amor a lo propio y la integración como comunidad lo que nos hará salir adelante haciendo en el futuro más cambios políticos y económicos de los que nadie ha podido prever.
Esa es mi esperanza para mi país y la gente a la cual pertenezco. Por eso sí digo ¡Viva México!





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