sábado, 13 de julio de 2013

EN TLAXCALA, SALDO CUENTAS PERSONALES Y VISITO VIEJOS LUGARES.




La Trinidad: lujo y descanso maravillosos.  Santa Ana Chiautempan: textiles tradicionales en decadencia.

Llevada por una supuesta curiosidad y ganas de estar en contacto con la naturaleza, he llegado hasta aquí, Centro Vacacional La Trinidad, en Tlaxcala, y después de dos días de tranquilo hospedaje me pongo a pensar que en realidad tenía cuentas pendientes conmigo misma. Y digo “cuentas” porque lo que dejé pendiente de hacer hace varias décadas, fue por falta de dinero. Ahora, repongo supuestos huecos de mis deseos frustrados, aunque encuentro que lo que me tocó presenciar y vivir en aquellos tiempos será, como siempre sucede con el pasado, irrepetible.
Estuve en esta región  hace treinta años por primera ocasión. Fui a un campamento de trabajo en Tlaxco, un proyecto comunitario con fondos internacionales que integró muchachos de varios países del mundo.
Fueron seis semanas de verano en donde salimos a varios pueblos de la región. Recuerdo a Huamantla, por sus impresionantes dibujos de aserrín y flores en las calles nocturnas, a Santa Ana Chiautempan por sus tejidos y, un fin de semana, fuimos a Tecolutla y El Tajín, en Veracruz.
Hace veinte años vine en  plan turístico. Con el padre de mi primer hijo, los tres nos quedamos a dormir en una cabaña de las faldas de La Malinche. Recuerdo que el calor de los leños encendidos no fue suficiente para contener el frío que arrasó con nuestro sueño en pleno julio. De ahí, venimos de visita a La Trinidad, a comer, jugar billar en un espacioso y entretenido salón de juegos. Vimos la estupenda alberca y si, deseé que nos quedáramos aquí, solo que algo impidió –cupo lleno o falta de dinero- que pudiésemos concretarlo.
Ahora, de regreso a La Trinidad, muchas cosas han cambiado. El espacio del antiguo salón de juegos está dividido entre dos restaurantes y una cantina: de las múltiples mesas de billar, para jugar dominó o ajedrez, y para el ping pong, no queda rastro. Los restaurantes se alquilan para fiestas externas, y como hoy, en la celebración de un bautizo matutino, con estridente música.



Lo demás, al parecer, sigue igual. He podido sumergirme en la alberca espaciosa y cómoda, aunque el agua es más fría de lo que imaginé cuando vi los cristales de sus paredes llenos de vapor en aquel tiempo.
La Malinche sigue ahí, escondida la mayor parte del tiempo entre nubes y neblina. No he acudido a sus faldas, a las cabañas que nos albergaron aquel día. Dicen que todavía hace muchísimo frío, en ese lugar arriba de los tres mil metros sobre el nivel del mar.
Ayer fuimos a Santa Ana Chiautempan. Reconocí la Plaza comercial “Malintzin”, llena de textiles coloridos y hermosos. Ahora que estoy de regreso, me compré sobrecamas delgadas de algodón con rayas de colores, un chal de algodón y una cobija de algodón con dos vistas, con dibujo de flores grandes. Caminé las calles que antaño estaban llenas de pequeños negocios ofertando infinidad de diseños de cobijas y textiles, realizados en pequeñas fábricas o telares, de estridentes rayas y dibujos, tanto de lana como de combinaciones con algodón.
Esas tienditas desaparecieron, quedaron pocas grandes, en lugares estratégicos. Las sustituyen tiendas de telcel, de Furor Products, tiendas de modas con ropa de Moroleón, Guanajuato (un pujante pueblo confeccionador de ropa) o, de plano, deshabitadas. El impacto de treinta años de neoliberalismo se siente aquí, cuando preguntas y te dicen que hay dos o tres fábricas grandes que producen todo lo que se vende en la región. Al caminar por la plaza principal, observé filas de jóvenes obreros, hombres y mujeres, tecleando sus celulares, frente al cajero Red, quizá cobrando un salario que les hace valer la pena pasarse todos los días frente a máquinas hiladoras, haciendo lo mismo uno y otro día.
Y la misma Trinidad fue una fábrica textil, construida en tiempos de Porfirio Díaz y abandonada en los años sesenta, según dice su museo, para ser comprada en tiempos de López Portillo y convertirla en un área de descanso para los trabajadores. Dinero producto del boom petrolero de los setenta, bien usado,  puesto al servicio de la recreación popular mexicana. Pero eso no duró.
El hotel ya no es accesible para trabajadores u obreros de sueldo mínimo. Sus precios escalan el nivel de las cuatro estrellas, y el descuento  -que no me otorgaron- por ser derechohabiente del IMSS alcanza apenas el 5% sobre el costo total.
Me siento en una era posocialista, donde las facilidades y construcciones hechas para democratizar el descanso y hacerlo accesible a todo el pueblo, ha sido “modernizado” y privatizado, elevando los costos de acceso y permitiendo que solo una minoría tenga acceso a él. Y si, en esa minoría privilegiada me cuento, para fortuna mía y de mi hijo.
Todavía se ocupa aquí para de grupos de trabajo, de todo el país. Pocas veces es usado para recibir personas de escasos recursos que formen parte de algún programa gubernamental. El jueves estuvieron un grupo muy grande de jóvenes de Pentatlón, en el área del hospedaje juvenil, que es más económico.
No todo es “high class”. Encontré que la alberca es usada por visitantes locales al Balneario abierto, ubicado en una zona arbolada a un lado del Hotel. Desde las diez de la mañana la gran alberca techada, de tres profundidades, se ve inundada por niños y adultos tlaxcaltecas. Además, tres grandes piscinas a cielo abierto en el área del balneario con agua heladísima también le dan alternativa a los visitantes, que solo pagan 70 para tener acceso a los juegos y deportes acuáticos.
Caminé por el balneario y los olores me atraparon, la resina de pino se mezcla con albahaca silvestre dándole un matiz muy especial al aire  delgado y limpio que hay aquí. Vale la pena respirar, aunque todavía me marea el esfuerzo en tierra o en alberca.
Muy cerca de aquí está Apizaco, pueblo construido alrededor de una estación ferrocarrilero. Desde la primera noche, escuchamos en el cuarto pitidos del tren que, seguramente, circula por la misma vía que Porfirio Díaz mandó colocar entre el DF y el Puerto de Veracruz.
Otra cosa interesante que encontré fue el trazado tan sinuoso de las carreteras tradicionales. Entre pinos o pequeños negocios, parece que elevaron a rango de carretera los viejos caminos que en la precolonia  usaban los andariegos, en la colonia para burros, caballos y carretas y finalmente , desde mediados del siglo pasado, para coches. Los pueblos se suceden unos a otros, convertidos en municipios, casi sin mediar campo alguno. Y los lotes baldíos son milpas pequeñas rodeadas de nopales, entre una y otra casa. Las banquetas apenas si alcanzan a dar cobijo a los habitantes a los lados del camino, que siempre está bordeado de canaletas en V para la casi continua lluvia que adereza las tardes frías y nubladas de esta parte del Altiplano mexicano.
Acaba de haber elecciones. Me llama también la atención los nombres y apellidos de muchos candidat@s, en idioma náhuatl, supongo.
Mañana, para salir de aquí, no me decido entre ir a Huamantla o a La Malinche. Luego de seguro acudiré a Tlaxco, unos minutos al norte de Apizaco, para reconocer donde viví y qué fue de lo que ayudé a construir. Allá no hay cuentas pendientes.

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