sábado, 2 de febrero de 2013

FUI PORQUE ME INVITARON A UN MUNDO FELIZ, perdón, a un bar de Querétaro.



 Fui porque me invitaron, si no, no hubiera decidido meterme a ese antro ubicado en el segundo piso de un centro comercial, en una de las colonias con más ricos de Querétaro, Jurica.
Eran los cuarenta años de una amiga. Con gusto  y con mucha alegría, nos invitó a convivir ahí.
Según mi mala costumbre para las fiestas, llegué temprano. Éste sólo tenía a un grupo de muchachos jugando en una de las mesas, a medio iluminar. Después supe que eran los mismos meseros que mataban el tiempo mientras esperaban a los clientes.
Yo, con mis cincuenta años, cabello corto en picos, abrigo de plástico imitación piel negra sobre mi blusa tejida a mano, exageradamente pintada (para mis usos) y botas negras altas también imitación piel sobre unos mallones cafés brillante, me sentía bastante guapa.
Llegué, pregunté por mi amiga. Un señor moreno, de mediana edad, gordo y con walkie-talkie y saco negro se me acercó.
-No está.
-Es su cumpleaños, nos citó aquí.
-No hay nadie- me dijo. El atril que sostenía un libro sostuvo también su aparato de comunicación. Yo vi hacia adentro. Caminé por los tablones hacia la puerta del bar.
-No puede entrar- y  su cuerpo forrado de negro me salió al paso.
-¿Por qué no? -.Abrí los brazos en jarra. Podía ir tomándome mi única cerveza que consumiría, e incluso algún aperitivo. Tenía hambre, un poco.
-Porque no hay nadie. ¿Cómo dice que se llama quien la invitó?
-Menganita.
Di un paso más  sin quitar mis brazos de la cintura, entonces con sonrisa forzada se hicieron a un lado. Me ubicaron en una esquina del “salón”,  en un sillón con mesita baja de madera. Me senté pegada al grueso vidrio que me separaba de la calle y el aire. La mitad era de vidrio, arriba un forro de grueso plástico, como los forros de los cuadernos, aislaba el resto de la pared del medio ambiente, un poco frío por el invierno.
Regresó un mesero.
-¿Usted viene con Menganita B., con treinta invitados?
-Si, es ella.
Se volvió a ir el muchacho, con su mandil largo de color rojo. Siempre consultando a alguien de la barra.
Música proveniente de pantallas planas ubicadas cada cinco metros inundaba el lugar. Las ágiles figuras iluminadas con niebla de diversos colores, con sombrero los hombres o con pelucas las mujeres, con sugestivos movimientos como los de las bailarinas alrededor de los “tubos” de los “tabledances” , atraían mi mirada. Era hipnótico observarlas, aunque por la oscuridad, los fuertes colores fosforescentes me herían. Traté de voltear hacia la calle, pero la sugestión televisiva era muy fuerte.
El mesero me dejó la carta con las comidas –apetitosas y no carísimas- y las bebidas.
Llegaron una pareja más. Las paredes de vidrio hacia la entrada facilitaban mi punto de observación. Se sentaron conmigo. Solo les pregunté si venían con Menganita, comentamos la hora y se volvieron a sí mismos, a platicar entre ellos.
Llegó el mesero, ordené mi cerveza modelo y ensalada, los muchachos sus hamburguesas y siguieron platicando. Jóvenes, delgados, con ropa no de fiesta sino con aspecto de salir de un trabajo más o menos informal, se platicaban su día en voz baja.
Entraron muchachos jóvenes, delgados, con aspecto limpio pero desfajados, con lentes cuadrados de marco negro, corte de pelo peinado en puntas los hombres y las muchachas delgadas, rubias o morenas, con cabello lacio y pantalones de mezclilla o mallones. Algunas de zapato alto, de plataforma y tacón cuadrado, otras con chalecos, bastante informales.
Los guaruras de la puerta aumentaron. Se formó una fila frente al listón que colocaron antes de la puerta. Se juntó gente afuera, yo vigilaba si llegaba mi amiga para darle su regalo. Empezaba a dejar de verle sentido el haber acudido a ese lugar, sin otra amiga que la cumpleañera, que estaría muy ocupada por supuesto. Me llegó mi comida y bebida y me dediqué a saborearla.
Volteé y la vi. Bellísima con su cabello largo, sus zapatos negros de plataforma y tacón cuadrado, su mezclilla pegada a sus voluminosas caderas y una blusa negra que le ceñía la cintura, con un maquillaje que le resaltaba los ojos.
Pero algo detenía su entrada. Pensé que estaba esperando más gente, pues solo veía hacia adentro. No nos vio, nosotros, los primeros invitados, estábamos además ocupados comiendo.
En eso entró mi amiga con sus amistades, eran como diez, de mediana edad. Nos presentó, nos saludamos y urgió a los meseros a acomodar las mesas. Nos quedaríamos en la esquina del bar que se nos designó, toda forrada de vidrio.
La entrada se despejó. Yo platiqué con Menganita un ratito, ella me preguntó por el resto de los amigos mutuos y yo le dije lo que sabía. Ella pidió una botella de whisky con hielos, me ofreció y yo decliné, con mi cerveza tenía.
Ella volteaba a la entrada a ver si llegaba más gente. Unas amigas delgadas, de cabello lacio echado a la cara, de mediana edad entraron sin problema y la saludaron con el gusto acostumbrado.
Pero en eso volteó de nuevo, sentada a mi lado como estaba.
-¡No dejan entrar a Leticia!
Yo alcancé a ver a una señora de cabello largo descolorido recogido de la cara con una peineta, de mediana edad, con mezclilla informal y una blusa bien planchada, con una chamarra de plástico imitación piel. Su cara se veía pecosa, sus ojos pequeños sin pintar y sus zapatos de cuero sin tacón. Su esposo traía un pantalón gris y lentes cuadrados sin aro, cabeza calva y su escaso cabello largo y gris tratando de taparle la prominente calvicie del cráneo. Miraban a su alrededor con cara angustiada, pues iban pasando a otros  jóvenes y a ellos los hicieron a un lado de la fila.
Menganita se levantó de un salto. –Voy a ver que los dejen entrar, ahorita vengo- con voz entre enojada y preocupada.
Yo la seguí con la mirada, entendiendo por qué no los dejaban entrar. Estaban “mal” vestidos, ostentaban la edad y peor, se veían bastante modestos. Menganita salió y se puso a hablar con los guaruras, ellos sólo la escuchaban y volteaban de un lado a otro las páginas del libro sobre el atril.
Me dieron ganas de salir a ayudarla, pero me contuve. ¿Cuántas veces me he buscado problemas mayúsculos por andarme metiendo en donde no me llaman? La edad y la experiencia me aplacaron. Esperé a ver qué sucedía.
Después de mucha negociación los dejaron entrar. Y con ellos varias mujeres también de mediana edad, con sobrepeso, vestidas con blusas con chaquira de colores brillantes y con cutis claro y bien maquillado. Ya se está llenando la esquina del bar con sus amigos, pensé. Los meseros iban y venían con los vasos jaiboleros llenos de hielos.
Menganita se quedó levantada, cedió su lugar a dos preciosas mujeres de mediana edad que iniciaron la plática sobre pieles de León y la convivencia con hijos adolescentes que finalmente me incluyeron en la plática, aunque me quedé pensando en la conducta de los guaruras que ahora eran más de cinco.
Menganita se me acercó. Le dije que lo que les había sucedido era para reportarse a Derechos Humanos, por discriminación. Ella sólo asintió y me dijo que a su esposo tampoco lo querían dejar entrar, por eso se habían quedado varios en la puerta.  Entonces observé al esposo, que  no conocía más que en fotos: medio calvo, de lentes cuadrados, de barriga prominente, con una camiseta negra con un gran diseño de una mujer en pose provocativa sobre unos mezcilla bastante deslavados.
Un festejo de cuarenta años, necesariamente trae consigo gente de mediana edad, pensé. Esa es la dificultad que tienen para pasar en este lugar.
Menganita me comentó que era la segunda ocasión que visitaba ese bar, que la primera vez le gustó y por eso apartó reservación para su fiesta. No sabía de las trabas que ponían para dejar entrar a las personas.
Y ahí estábamos, rodeados de muchachos felices con sus vasos de soma, perdón, alcohol, en la semioscuridad iluminado solo por las pantallas de las tabledancers virtuales, cantando en inglés o una de otra en español de Alexis Syntek (con gafas negras, saco sobre camiseta y mocasines de moda), Luis Miguel o Christian Castro, estos dos últimos rodeados de mujeres delgadas y musculosas, con caras andróginas, enseñando poca ropa, con cabello lacio llegándoles por lo menos a los hombros….
Recordé la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en donde los bellos, musculosos y aleccionados  jóvenes hacían gestos de asco ante la presencia de Linda, quien a sus 40 años mostraba signos de envejecimiento por el abuso del alcohol en la Reservación Salvaje, a donde fue confinada por su embarazo no abortado. Veían con horror sus arrugas, sus pliegues de grasa, sus canas y su prominente vientre, que ninguna de las habitantes clonados del Mundo Feliz llegaría a tener, pues todos los nacimientos eran por probeta.
Un bar, como los hay varios en Querétaro, en donde a los jóvenes se les deja entrar, evitando se pongan en contacto cercano con “esos” viejos, feos, pobres, morenos, malvestidos, gordos de la sociedad. Un bar donde se discrimina a la mayor parte de la sociedad, en donde quienes deciden quién entra, pertenecen a la categoría física de los excluidos, solo que por ser guaruras tienen el control, cual capataces negros en una finca de negros (recordé al mayordomo de la finca de Django ).
Fui la primera que se fue de esa “fiesta”. 
Por unas escaleras de servicio pasé frente a un restaurant de crepas. Señoras delgadas y canosas, con ropas en tonos pastel y gris tomaban con delicadeza trozos de lechuga. Un guarura en el estacionamiento  seguía mi curiosa mirada, alerta, también con walkie-talkie en mano.
Si, me dije, no pertenezco aquí, se me nota, y qué bueno que me voy pronto.




2 comentarios:

  1. Gracias, vivo en jurica y nunca me ha gustado ese lugar, por esa única razón. La discriminación y la falsa idea de riqueza me disgusta. Es vivir sin abrir los ojos, sabiendo que al lado de jurica existe una colonia pobre. Pondría super rich kids de Frank ocean como soundtrack a esta opinión.

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  2. R_sando, me hiciste escuchar esa canción de Ocean, que no conocía. A mis amigos lectores, aquí está el vínculo:
    http://www.youtube.com/watch?v=UNK9YwcHBT8

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