sábado, 8 de diciembre de 2012

Pepparkakor



Una tarde calurosa y agitada, avista entre las olas una caja de madera. Tiene muchos días solo en esa playa. La recorre en las mañanas y por las noches, buscando algo  que le traiga el mar.
Alcanza a distinguir cómo la marea la acerca hacia la orilla. Un regalo, salta… Y él con tanta hambre.
Cuando por fin las olas la arrastran hasta la arena, la toma desesperado con sus largas uñas sucias. Su cabello lleno  de sal, le estorba para verla bien. De un manotazo se lo echa a la espalda,  cubierta con una camiseta transparente de tanto sol y agua. 

Te embarcas para no regresar pero eso no lo sabes. Sales una mañana de otoño de ese puerto, quieres aventuras y dinero, lejanía y nuevas amistades. Todo eso te lo da el trabajar de día y de noche en el barco pesquero. No sabes que  perdería la brújula y se quedaría a la deriva en el mar, con las corrientes tan bravas hacia el sur, hacia el calor, hacia el Caribe…

La caja de madera cabe en sus dos manos. Puede tomarla con ellas y pesarla. Del alto de un pulgar, sus maderas de pino se aprietan entre sí debido a la humedad. Con sus uñas trata de despegar sus tablitas, no puede. Corre a  la sombra de las palmeras. Golpea su esquina con una piedra.   La tablita cede. Lo que encuentra dentro lo deja perplejo.
Un conjunto de bolsitas de plástico, llenas de pequeños huevitos cafés, medio pardeados. ¡Huevos de pájaro! se dice, sin esperar a examinarlos más de cerca. Su mente le juega bromas pesadas sutiles, dirigidas todo el tiempo a encontrar comida más apetitosa que  los malditos peces muertos que de vez en cuando la marea le trae.

Un barco de pesca. Trabajo durísimo, que sólo resistes con pastillas de todos colores que te pasan tus compañeros. Una tormenta bota el timón, moja el radio y se lleva a la mitad de tus compañeros sobre la borda. Los demás sobreviven con la alacena del barco. Ajenos a la ruta que las corrientes eligen para ellos, cinco de los siete que quedaban se aventuraron en un bote de goma… No los ven más. 

Saca una bolsita. Cabe en la palma de su mano. Intrigado, rompe una bolsa con los dientes. Alcanza a tocar con la punta de su lengua una de las bolitas.
El sabor, tan inusual, lo conmociona. La resinosa sensación lo remite de golpe a los bosques de su nativa tierra, donde los pinos invadían con su olor las caminatas entre las ramitas secas.
Se queda impactado. No se puede mover de su lugar bajo la palmera.

De golpe los recuerdos te hieren. No te dejan pensar. Quisieras no haber vivido tan bien pues ahora sólo debes sobrevivir, y sobrevivir implica no pensar en lo pasado, sólo escoger con cuidado los frutos maduros, para que no se acaben…

Acerca con cuidado la bolita mordida, prueba a darle un pequeño mordisco, sólo para que su lengua retome el sabor  adherido a su colmillo. Una semilla, piensa.  Ante el acoso de sus dientes la bolita misteriosa truena y, como ráfaga cruza por su cabeza una tabla de hornear  llena de galletas que emitían calor y ese mismo aroma, entre otros. Desaparece la escena pero trata de regresar a ella. ¿Galletas con resina de pino? Su abuela  aparece junto con la Navidad y las galletas crujientes de tanta miel y mantequilla, con un toque picante y amable a la vez, que daba calor a esos inviernos.
Está cubierto de sudor. La ola de recuerdos lo abruma y se siente terriblemente solo y hambriento.

Recuerdas que decidiste deshacerte de tu compañero. Por mera sobrevivencia. El agua escaseaba y la comida también. Además, ya se estaba convirtiendo en una carga con su continua tristeza y quejas de todo. Si lo mato, pensaste, alcanzará más la comida. Esa misma noche lo decidiste. Esperaste un  descuido, la nostalgia de su tierra que lo hacía quedarse por horas en la borda. Simplemente le diste el último empujón a su destino.

Pero su abuela regresa, había escogido un modo especial para estar con él.  En esos recuerdos sí quería vivir. Su infancia, su familia tan apegada a las tradiciones nórdicas, ese entrar a la casa y aspirar los vapores de la carne molida frita en mantequilla, la col morada hirviendo en vinagre y vino tinto, las famosas galletas de pimienta.
Mastica con ahínco toda la bolita resquebrajada. Su mente sigue en el Gran Día de la Gran Cena. Cómo amasaban la  bola de harina con miel y mantequilla y especias. Los moldes con los dibujos de las cuatro figuras de la baraja, los juegos de cartas durante tardes enteras…