lunes, 24 de septiembre de 2012

Fantasma de tianguis



Era domingo. Caminé  con la bolsa de mandado hasta el tianguis donde se vende de todo, desde componentes de computadora hasta repuestos de martillo, desde granos por kilo y nopalitos recién cortados, ropa y zapatos, gorras y trastes.
Ya había dado varias vueltas en la calle hecha un gigantesco tendedero, cuando vi un pequeño grupo de gente alrededor de un puesto. Una muchacha sacaba cosas de una van vieja y la gente las estaba agarrando. Se veían muy interesados, así que caminé hacia ellos.
Me acerqué. Todo a 30 pesos, doñita, dijo un hombre joven ya entrado en kilos, mientras tomaba otra bolsa y la dejaba en el suelo; era de cuero, acabada, pero todavía de buen ver. En una manta que habían desplegado en el piso estaban apilados cds, trastes de cocina, zapatos con dibujitos y canastos de mimbre delgado pintados de verde, con una cinta que culminaba con un moño. Apiladas en la orilla, una pila de sábanas rosas sostenía varias servilletas de cocina.
Atrás de la lona con cosas pequeñas, dos muebles de oficina gastados soportaban varias computadoras usadas, y encima de ellas había dos teléfonos usados también, una caja con plumones y lápices y varias impresoras empolvadas, no tan antiguas.
La vendedora seguía sacando cosas de la van. Una señora le arrebató un sartén, se lo mostró a su esposo que cargaba con un niño en los hombros y al asentir el esposo, ella sacó tres monedas de diez y se las entregó al vendedor.
Las bolsas, entre ellas maletas y una de computadora, se alineaban pegadas a los escritorios.
Me interesó la bolsa de cuero, semigastada y grande. Se parecía a la que uso cuando voy al centro y rondo por las calles mientras espero que salga mi hijo de la escuela.
Las bolsas, dijo el encargado, nomás treinta pesos por ellas. Tomé el bolso, lo cargué y me gustó. Pensé que muy bien podía ser mío.
La regresé, no traía dinero para comprar, además mi casa estaba llena de ellas.
Me fui a la pila de discos. La música de Bach, el concierto de Brandenburgo, uno de mis favoritos, era el primero del montón. Luego Vivaldi, Brahms, Beethoven, Mariachi mexicano, Luis Miguel, Baladas de Ana Gabriel, Chicago, Air Supply, completaban la pila. Ni Jazz, ni Bossa Nova, ni Los Temerarios ni Menudo, tampoco música metálica. Esos discos podían haber sido míos. Volteé a ver una caja de cassetes, como los que tengo en mi casa y me niego a tirar o regalar, a sabiendas que están descontinuados.
A un lado de los discos, un par de pantuflas semiusadas mostraban una mano bordada con un signo de “arriba” en cada una, naranjas, ni viejas ni nuevas, a medio disfrutar.
-Oiga, ¿de quién son estas cosas?- pregunté a los dueños del puesto.
-Son de nosotros, dijo ella mientras veía con los ojos fijos a su esposo-. Nos cambiamos a una casa más chica y tuvimos qué vender todo esto.
Vi el pie de ella, dos números más pequeño que las pantuflas. Me dio miedo imaginar qué pasó en realidad con esa mujer, porque sólo eran cosas de  mujer adulta. Y también saber que yo estaba participando en ¿qué?
-Oiga, esto no es de ustedes, a esta mujer la robaron, no podría abandonar estas cosas- dije, pero mi voz no se alcanzó a escuchar entre el alboroto de otras mujeres discutiendo el precio y arrebatándose un impermeable gris que salió de la camioneta y qué terminó en las manos de una joven que ya tenía un brazo con una bolsa llena de plumones y un pintarrón.
El ruido se fortaleció cuando la vendedora sacó una cigarrera de cuero rojo, como la que me regaló mi abuela hacía veinticinco años,  llena de monedas viejas. Entre el vendedor y el esposo que cargaba a su hijo en los hombros, abrieron la bolsa.
-Es plata, hombre, -le decía el papá del niño al encargado,- por estas te dan mucho dinero en los bancos, no las vendas aquí.
 Dos señoras canosas se peleaban por una guitarra española, como la que mi papá me regaló.
-De seguro a esta mujer la mataron, quedó abandonada su casa y luego se la vaciaron-, dije más fuerte pero nadie me escuchó. 
Floté entre las bocinas para computadora. Estaban con todo y conexiones. Sí sirven, dijo el vendedor a un muchacho que alcanzó a agarrarlas antes que otro.
No fue difícil caminar entre la gente. Tampoco entrar a la van a ver qué más cosas faltaban de sacar. Ahí estaba una caja de novelas como las que tengo en mi librero. Y en otra caja  reconocí la Historia del Capitalismo en México, de Enrique Semo, forrado con plástico.
Ningún vendedor respondió a mis quejas, estaban muy ocupados lidiando con las personas que les arrebataban las cosas de las manos. A treinta pesos.
Me dieron náuseas, vomité palabras de horror y dolor sobre la gente, que como una jauría de perros hambrientos, compraban sin cesar. El robo y la muerte pendían como una gran maldición sobre ese momento, esto me podría pasar a mí, me pasará a mí, ¿me pasó a mí?
Quizás el fantasma de la mujer rondaba por ahí y me tocó. 
Ver sus cosas arrebatadas por extraños, cosas que fueron su vida y su entorno fue triste, no lo soporté más y me alejé caminando.
Mis pies no tocaban el suelo, mi carga de cosas usadas en la bolsa no pesaba.
Mi llanto se confundió con la lluvia.