viernes, 26 de octubre de 2012

El Tejido



La escuela de monjas a la que iba, tenía un horario doble. Íbamos en la mañana a clases, de 8 a 1 de la tarde, y luego a las 3 debíamos regresar a hacer “educación artística” o para terminar de estudiar  y los ejercicios que habíamos iniciado en la mañana. Casi no llevábamos tarea a casa.
Cada año escolar tenía su “educación artística”, que en realidad eran “labores”. El primer año de primaria fue de bordado en tela, el segundo año fue de punto de cruz, y en el tercero tocaba tejido en gancho.
La monja que me enseñó, la madre Hortensia, inició mi aprendizaje enseñándome a hacer lo más simple del tejido, la cadena. Cada tarde que regresaba a la escuela me ponía a tejer con ella, después de hacer mis tareas pendientes. El hilo amarillo que mi mamá me compró en una mercería, se convirtió rápidamente en una bolita de cadena. El meter el gancho en un arito y sacar el hilo con el gancho fue un placer. Llegué a hacerlas bien rápido.
Entonces mi abuela paterna, mi Mami, cuando supo que yo estaba haciendo mis pininos en la clase de labores en mi escuela,  me llevó a conocer a doña Genoveva, vecina y tejedora profesional,  surtidora de los mantelitos y adornos tejidos en gancho que tan bonito adornaban su casa.
Desde sus canas e inamovible lugar,  un sillón ubicado en la esquina más iluminada, doña Genoveva, como vio que ya sabía hacer cadenas, me enseñó a tejer los medios puntos,  los pilares completos y después empecé a hacer mantelitos. Yo quería hacer manteles coloridos.  Me ponía la muestra en cada vuelta y yo trataba de hacerla.
Tejía leyendo en mi casa. Tejía camino a la escuela, tejía cuando veía la tele, en clases –cuando no se daba cuenta la profesora- y, oh descanso, tejía en misa, a la que debíamos ir, por lo menos,  el primer viernes de mes.  Entonces dejábamos las clases y acudíamos a la iglesia que estaba pegada a la escuela, en fila india, con nuestros uniformes de falda azul marino (obligatoriamente debajo de la rodilla), zapatos negros y calcetas blancas. La falda tenía un peto cuadrado que nos cubría el pecho y espalda, dejando sólo las mangas y el cuello de la blusa blanca a la vista.
Las misas me parecían monótonas y no comprendía las lecturas de los evangelios, lo único diferente de todas las repeticiones y oraciones. Con 8 años cumplidos me daban sueño los comentarios del sacerdote. A mí sólo me gustaba ir porque cantábamos. Algunas canciones eran muy alegres y amaba cantar con mis compañeras a grito pelón.
En esos días,  el tejido, que me llevaba escondido en el peto de la falda, me alivió del aburrimiento eclesiástico.

El hilo amarillo de algodón  terminó café veteado, pues lo traía por todas partes, y se ensuciaba aunque estuviera metido en una bolsa de plástico. Tejer me sacaba de la monotonía, se convirtió en una obsesión y en un escape fantástico.
Ya tenía en qué ocuparme en esos larguísimos sermones y a veces aburridas clases. Pero al regresar con Doña Genoveva, ella tomaba mi tapetito con sus flacas manos y lo deshacía diciéndome que me había equivocado. Mi frustración era enorme, pues yo lo veía bonito. Pero esa maestra tejedora, rodeada de ventanas y ya incapaz de caminar, era exageradamente estricta conmigo. El tejido debía quedar parejo, los dibujos simétricos, los terminados de cada vuelta definidos y la forma perfecta.
Con los dientes apretados, me volvía a poner la “muestra” y me iba diciendo en cada vuelta cómo debían de ir. Yo no le entendía, tampoco me aprendía los pasos de las vueltas futuras, aunque pusiera toda mi atención.
En ese tiempo, en cada visita a la casa de mi Mami, tenía qué ir también con su vecina. Creo que el plan secreto de mi abuela era suplir a la señora conmigo, pero esos inmensos y garigoleados tejidos  que cubrían cada mesa, mueble, sillón de su casa, jamás fueron igualados por mí, pues ella había encontrado el modo de aparentar enseñarme cuando en realidad lo que hacía era frustrar a una posible sustituta.
Yo de todas maneras tejía dondequiera. La madre Hortensia vio los esfuerzos que hacía para hacer mis mantelitos y sacó unas mantelitos suyos para que los copiara. Me fue diciendo paso por paso y para mi gusto, pude terminar un mantelito sencillo que orgullosa enseñé a todas mis familiares.
A mi Mami no le gustó, pero como ya tenía quién me enseñara,  no quise regresar a ver a doña Genoveva, por más que me insistió. Eso no me importó, pues mi mamá y luego Mormor empezaron a gustar y adornar sus casas con mis creaciones.
Una vez que visité a Mormor en Kino, encontré que me había recortado de varias revistas suecas algunas instrucciones de tejido. Me platicó que su mamá Greta, viva en ese tiempo,  gustaba mucho de tejer, bordar, punto de cruz y hasta hilar para adornar su casa. Me ayudó a traducir las instrucciones de los tejidos a gancho e inicié el tejido de los bellos modelos suecos que se mostraban en las Damernas Värld (“El mundo de las damas”). Sus cuñadas mandaban a Mormor esas revistas atrasadas desde Suecia.
Mormor  me ayudó a escribirle a su mamá una carta en sueco - de manera rudimentaria-,  e incluir en el sobre un mantelito hecho por mí.  Sé, por mis tías abuelas suecas, que mi bisabuela Greta atesoraba entre sus más preciadas cosas, el mantelito que atravesó la mitad del mundo.
En ese tiempo Mormor y yo celebrábamos la llegada de más material para tejer en cada paquete las revistas. Largas horas de convivencia común con ella en Kino fueron de descifrar las instrucciones. Si no las terminaba,  me las llevaba a Hermosillo.
Ese año, en  diciembre  tejí furiosamente para que cada abuelo, tía o primo tuviese un regalo hecho por mí, además de mis padres y mis hermanos. Mi mamá me dotaba de ganchos, hilos y después de estambres. Soñaba con usar sólo ropa tejida y forrar de mantelitos cada espacio libre de encima de los muebles de mi casa.
Sólo las lecturas de libros interesantes y la llegada de la secundaria detuvieron esa obsesión, pues entonces me gustó ocupar más mis tardes en jugar  volibol y luego basquetbol, además de que las tareas escolares eran muchas y más pesadas.
Pero realmente nunca he dejado de tejer, ahora también con agujas, hasta la fecha.

martes, 23 de octubre de 2012

Un escéptico en tiempo de creyentes: OPUS NIGRUM

"No se es libre mientras se desea, se quiere, se teme. 
Quizá no sea uno libre mientras vive".


Teólogo, filósofo, astrólogo, cirujano barbero y finalmente médico, Zenón vive la turbulenta época situada entre la Edad Media y el Renacimiento. La historia de su vida se nos ofrece en Opus Nigrum, escrita por Marguerite Yourcenar.

Redactada con un lenguaje que adopta numerosas inflexiones y lenguaje de los escritos del S. XV y XVI, la novela narra las viscisitudes que rodearon al personaje, así como las historias paralelas de quienes lo engendraron y acompañaron en vida.

 El personaje mira con escepticismo las pequeñeces humanas que encierra el uso y abuso del poder tanto de la jerarquía eclesiástica católica y de los nacientes protestantes,  como de los reinados en conflicto. Así, atrae desde su primer escrito publicado la ira y el rechazo de los juzgadores de conciencia, por lo que se ve obligado a huir de Brujas y sus alrededores, su lugar de origen, de juicio final y de muerte.

Visita, amparado por su profesión de médico, la Italia de los Médici, Turquía, Polonia y Suecia. Se pone al servicio de grandes señores o de las familias regias.

Conocemos entonces cómo la ley se aplica solamente a los más débiles, el tráfico de influencias entre banqueros y nobles linajes, la compra de mujeres para matrimonios de conveniencia, las debilidades de la carne, que se toleran más bajo el amparo de sábanas de seda que de sayales, más en castillos y cuidados jardines que en establos o cuevas del monte.

Y las referencias indirectas a los genios de la época abundan: Leonardo Da Vinci, Galileo, Brueguel, Paracelso, Copérnico, Servet (médico que investigó la circulación de la sangre), entre otros.

Zenón sintetiza en su escepticismo por las ideas teosóficas e interés por la mecánica de los cuerpos humanos y celestes el “espíritu” que se aleja de la superstición religiosa o pagana y abraza la observación meticulosa y cuidadosa de la realidad, de la materia.

 Lejos está de los siglos venideros que elaborarían leyes y teorías generales para explicar lo difícilmente abarcable del universo y del mundo que nos rodea y, al mismo tiempo, nos conforma.


Yourcenar, Marguerite. Opus Nigrum.  Ed. Punto Lectura. México D.F. 2004.