sábado, 19 de noviembre de 2011

Las anónimas de la Revolución Mexicana

Las anónimas de la Revolución

La otra mitad de la población, la oculta entre rebozos y canastos. Indispensable pero invisible. Como siempre, como antes, como ahora.

Sin tiempo para sí misma, se dedica a los demás. A los padres, hermanos, luego al esposo, a los hijos. Más adelante, la suegra, los padres, los enfermos. Esto es y ha sido en tiempos de paz, ¿y de guerra?

No sabemos cuántas se fueron "a la bola" al principio de la Revolución Mexicana, ni cuántas terminaron vivas. Si murieron en la misma proporción que ellos o no, y de qué. El tercer censo de población del país reportó, en 1910, la existencia de 15 millones 160 mil 369 habitantes, 70 por ciento de ellos en poblaciones rurales. En 1921, el cuarto censo, había 14 millones 334 mil 780 habitantes, es decir, 825 mil 589 personas menos (1). No se desglosó, en ese tiempo, cuántos hombres, mujeres o niños.


¿Qué pasó en el tiempo de la Revolución con las mujeres? Se ha investigado, se han retomado historias, experiencias (2).

Unas se quedaron en sus casas, otras acompañaron a sus parejas a la guerra, a la fuerza o voluntariamente. Ya en el frente, unas empuñaron fusiles o fueron espías. Las más, simplemente siguieron atendiendo a “sus” hombres como en casa, pero en el frente. Se fueron con “la bola”.

¿Famosas? Las hubo, se ha hecho un esfuerzo especial para rescatar sus historias, sus aportaciones, sus acciones. Pero las mujeres revolucionarias, la inmensa mayoría, se integraron a la causa de sus compañeros, a su modo. Sin aspavientos, sin búsqueda de fama o de riquezas, sólo siguieron la pasión de los ideales tan simples como “muera el mal gobierno”, “mueran los federales” y “la tierra para quien la trabaja”. Y por qué no, se contagiaron de la idolatría que embargaba a los alzados por su caudillo: Villa, Zapata, Carranza, Obregón…

Esa fe ciega ellas la compartieron Pocas empuñaron fusiles, pero muchas convertían el grano sagrado en tortillas, atole, tamales. Ponían las hornillas en un hueco o en piedras y después de prender leña, los comales y los calderos de barro se instalaban para dotar de la comida del día. Quizá a su paso recolectaron de los campos ajenos el chile, la calabaza, el frijol. De sus nopaleras las tunas y de los magueyes cortaron las puntas para jalarlas y así tejer con sus durísimas hebras la bolsa, los sacos, los sombreros.

Hay fotografías de ese tiempo, tomadas quizá por equivocación, pero que han perdurado hasta hoy.


Una mujer joven sobresale, entre otras, en la parte izquierda de esta fotografía tomada a un tren en reposo. Está inclinada, viendo expectante hacia fuera del cuadro, probablemente hacia los andenes o a las salidas de otros vagones del mismo tren. ¿A quién veía, buscaba, despedía? Su cabello está escondido en el rebozo, que aunque está echado para atrás, se ahueca con cierto viento; ella está pálida, ojerosa.

El tren de la historia se va de ese pueblo y ella alcanzó a subírsele. Ahora ella será, a su modo, protagonista de su propia vida. Es a la única que se le ven zapatos, y parece portar una pistola en la cintura.

En primer plano a la derecha, una niña mira de frente, extrañada quizá por el fotógrafo mismo. No entiende lo que pasa ni tiene idea de lo que le espera. A su lado, una mujer un poco más grande voltea a ver hacia dentro del vagón, quizá uno de sus hijos lloró o la llamó; ambas descalzas. Atrás de ellas, dos mujeres, una encanecida y otra de mediana edad ven con gesto de piedra al frente, ya vivieron la guerra, saben a lo que van. Más atrás, otras dos también portan gesto adusto, altivo, sereno.

Ellas traen sus cosas que acaban de acomodar en el tren: canastos, cobijas, ropa. Listas para la salida que no saben si tendrán regreso.


En esta, se ven mujeres instaladas junto a soldados, arriba de un tren, al modo como se transportan ahora los desgraciados centroamericanos a través de nuestro país.

En el primer plano izquierdo, un soldado de espaldas a la cámara, mantiene una familiar cercanía con una mujer, seguramente su pareja, tapada con su rebozo y con un canasto a su lado. Atrás de ella, otra mujer luce sus blancos dientes con gusto, también porta un canasto de víveres consigo. Le da el aire, el sol y ella va cómodamente sentada. La acompaña incluso un perro, que se frota familiarmente en sus piernas. Más atrás, otra acompañante esboza una gran sonrisa también.

Salen del encierro del jacal, de ver siempre el mismo pedacito de tierra. Se van a recorrer el país, como gitanos al amparo de los ideales que los mueven. La aventura les recorre las venas y ese día olvidan los horrores de la guerra, que ya presenciaron o los de las historias que ya han de conocer.

A la derecha, detrás de dos soldados, viaja una mujer tapada con su rebozo. Después de ella, una jovencita, mostrando sus pies descalzos, abraza con una mano a su bebé mientras con la otra mano maniobra para detener un sombrero. Entre las cosas, unos sacos seguramente llenos de maíz o frijol forman parte de la comitiva viviente que pobló las rutas del ferrocarril revolucionario.
Ellas, al llegar a algún punto y hacer campamentos de varios días, quizá caminaron a algún arroyo y trajeron agua acomodándose las vasijas en un hombro. Quizá ya estaban embarazadas o cargaron a su escuincle con la mano libre.

Indispensables, invisibles. Comida, calor de hogar, familia. Las mujeres de la tropa ahí estuvieron, ahí anduvieron. No las contaban como tropa pero si alguno salía herido, ellas le lavarían la herida, aplicarían hierbas para así salvar a los salvables y consolar a los que sufrieron hasta morir. Y los enterraron y los lloraron como debía de ser, para consuelo de los vivos: irían gustosos al frente, pues sabían que si la muerte los encontraba, tendrían quién les abriría con su llanto los caminos hacia el mas allá.

Tan anónimas como la tropa, su número no contó a la hora de anotar los “efectivos”. Y no las contaban como no contaban para la vida pública, para votar, para las decisiones importantes. Pero sí participaban en todo. La mujer escuchaba, aconsejaba al hombre, opinaba en la intimidad. Como antes, como ahora.


Al final de la película “Enamorada” (1946) de Emilio Fernández, la protagonista Beatriz Peñafiel (María Félix), decide irse con el General Bernardo Reyes (Pedro Armendáriz) a la Revolución. La escena incluye la caminata de muchas mujeres, detrás de “su hombre”, con un fusil en la espalda, su rebozo y un canasto en una mano y agarrándose de la montura de “su hombre” con la derecha.
Beatriz deja un matrimonio arreglado y una vida cómoda en su pueblo, Cholula. Una vez que el general Reyes decide retirarse, ella lo sigue, a pie, igual que las otras. Refiere Poniatowska que, Más bien se sabe que se les dotaba de sus propios caballos, andaban en carretas o en tren.

El va a la guerra, ella a acompañarlo, hacerle de comer, esperarlo en el
campamento, calentarle la cama y hacerle los hijos, mientras pelea. Si muere, ella regresará con sus padres o tomará o será tomada por otro soldado. Esa vida errante, que cubre distancias a caballo, que se establece en donde cae la noche en aquel despoblado territorio nacional, no pudo ser sin las mujeres , que en grupos aparte estaban ahí, indispensables, invisibles.

¿Cuántas fueron robadas, cuántas se fueron voluntariamente, cuántas fueron forzadas y terminaron acomodándose a su suerte? En la novela “Los de Abajo”, de Mariano Azuela (3), Camila es robada con engaños por Anastasio para cumplir el capricho de Demetrio, oficial villista de bajo rango. Camila al principio deja su ranchito con gusto, creyendo que se irá con Anastasio, al que dice preferir. Una vez “tomada” por Demetrio, Camila es incitada por la prostituta del pelotón, la
Pintada, a huir y regresar a su casa. Camila se niega, es que ya le está “tomando voluntá” a su nuevo dueño (4).
Azuela refiere cómo tanto los villistas como los federales, tomaban de las rancherías lo que requerían, incluyendo a las mujeres. Violadas, convencidas o robadas, las mujeres vivieron así la vorágine social que trajo consigo ese movimiento.
Su papel fue muy importante como cocineras, enfermeras, acompañantes y sexoservidoras, ya sea exclusivas para “su” hombre o como prostitutas. Indispensables e invisibles, esa presencia femenina todavía resta de ser reconocida cabalmente en su importancia histórica, económica, social. Entonces como antes, como ahora.


NOTAS
(1) www.inegi.gob.mx
(2) Elena Poniatowska ha realizado una extensa investigación testimonial sobre las “soldaderas” mexicanas, mujeres que combatieron durante la Revolución Mexicana y en otras guerras internas. Dos libros tocan el tema: Hasta no verte Jesús Mío, Ed. Era 1977 y Las soldaderas. Ed. Era-INAH, México, 1999.
(3) Azuela, Mariano. Los de Abajo. FCE . México, 1982.
(4) Ibíd., p. 101.
Fotografía Película "Enamorada" : Youtube.
Resto de las fotografías: Archivo Cassasola.